Entrevista con el director de La Isla Mínima
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Alberto Rodríguez no tiene un nombre impactante, como muchos de los directores de cine legendarios. Rodríguez tiene un nombre muy español, normal, común en el listín telefónico. Ese nombre esconde una identidad cinematográfica que ha ido forjándose poco a poco, llamando la atención cada vez algo más, desde El factor Pílgrim, que codirigió con Santi Amodeo, hasta Siete vírgenes, que volvió a coronar a Juan José Ballesta, desde el retrato generacional de After hasta la Sevilla anterior a la Expo del 92 en Grupo 7.
Pero ha sido su última obra, un thriller contenido, oscuro, que bucea en el pasado de nuestra identidad democrática, el que le ha traído la gloria. La isla mínima se presentó en el último Festival Internacional de Cine de San Sebastián, y se llevó a casa la Concha de Plata al mejor actor para Javier Gutiérrez y el Premio a mejor fotografía para Álex Catalán. El filme, un producto de género que no suele abundar en el palmarés de los jurados, también ganó el Feroz Zinemaldia que, por primera vez, otorgaba la Asociación de Informadores Cinematográficos de España.
A inicios de diciembre La isla mínima alcanzaba el millón de espectadores, situándose entre las películas nacionales más taquilleras en un año glorioso para el cine patrio. Y los Goya están a la vuelta de la esquina. “Es una película hecha abiertamente para que la disfrutase y sufriese el espectador”, dice Alberto Rodríguez.
El director, en jornadas maratonianas al inicio del festival donostiarra, aún no se creía el recibimiento que estaba teniendo su último proyecto entre el público y la crítica. Ahora, meses después, aquellos días iniciales en los que descubríamos la trama social engarzada en la desaparición de dos hermanas en las marismas del Guadalquivir suenan muy lejos, cuando la historia no hacía más que comenzar, en el hotel María Cristina en el que el equipo recibía a la prensa.
“La película ha tenido dos fases. La primera surgió en la exposición de un fotógrafo sevillano, Atín Aya, un hombre que se dedicó a recorrer las marismas y a documentar cómo, con la mecanización del campo, se fue quedando allí gente aislada con oficios muy duros”. Rodríguez sin embargo admite que faltaba “algo” en esa historia, que quedó al lado mientras él seguía con su carrera. Finalmente, “en 2012, un amigo nos aconsejó echarle un vistazo a dos documentales de los hermanos Bartolomé: (1983) y (1983). Era una versión distinta a la historia oficial, porque no había pasado por el filtro del tiempo. Nos llamaron la atención las similitudes con 2013: crisis económica galopante, preguntas sobre si el territorio tiene sentido así o hay que ordenarlo de otra manera, problemas con la ley del aborto, que ahora por fortuna se ha desbloqueado. También nos venía muy bien ese rechinar de dientes que había en la época. Por encima tendríamos la trama de acción, el ‘quién lo hizo’, y por debajo la historia de esos dos policías”.
“Es muy complicado explicar las marismas”, confiesa Rodríguez, “es un sitio completamente plano en el que no se ve nada en kilómetros. El tiempo allí es muy raro, puede pasar una hora sin que hayas visto a nadie y, como dicen los lugareños, ‘seguro que alguien te está viendo’, algo muy inquietante”.
Son esas dos “alturas” en la película, ese texto y ese subtexto, lo que la enriquecen y la hacen uno de los productos más redondos del año cinematográfico, nacional e internacional. “Esta película no existiría si no hubiésemos pasado por Grupo 7, con la que aprendimos que, mientras contábamos la historia del ascenso y caída de un grupo de gánsteres con placa, podíamos estar hablando de otra cosa de forma subterránea. En ésta confiamos aún más en el género para hacernos preguntas y exponer esa situación del año 80, el país enfrentado de entonces que a día de hoy se ha olvidado por completo”.
El filme no sería lo mismo, ni mucho menos, sin el entorno en el que se desarrolla, las marismas del Guadalquivir. “Es muy complicado explicar las marismas”, confiesa Rodríguez, “es un sitio completamente plano en el que no se ve nada en kilómetros. El tiempo allí es muy raro, puede pasar una hora sin que hayas visto a nadie y, como dicen los lugareños, ‘seguro que alguien te está viendo’, algo muy inquietante”. La fotografía y las imágenes aéreas del paisaje le añaden carácter y personalidad a un producto comparado con True Detective, la serie de la HBO estadounidense, precisamente por su descripción del ambiente pantanoso de un sur, allí americano, aquí español, que imprime un ritmo propio a la historia. “El tiempo es diferente en las marismas”, añade Rodríguez, “más pesado. Así fue nuestro rodaje”.
Rodríguez admite leer todo lo que cae en sus manos y en las de su guionista que tenga que ver con el tema sobre el que escriben, incluyendo el 2666 de Roberto Bolaño, pero también “Por el río abajo, un libro de viajes escrito por Alfonso Grosso y Armando López Salinas. Los dos formaban parte del partido comunista y se metieron tres días en las marismas en agosto a recorrerlas de arriba abajo. No tenían ni idea de a dónde iban, claro, porque allí hace un calor en agosto que te mueres. Todo el principio de la película es el principio de ese libro: se quedan parados en una carretera, los recoge un tractor, llegan a un pueblo que está en fiesta y en la pensión encuentran un crucifijo con Hitler, Mussolini, Franco y Salazar”. Así conocemos a la pareja de policías interpretados por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez: “A Raúl ya le conocía de rodajes de otra gente. A Javi no, pero sabía que tenía una capacidad de registro muchísimo mayor que lo que la gente estaba acostumbrada a ver, y efectivamente así ha sido”. Mejor actor en San Sebastián, rumores de Goya y el aplauso unánime de la crítica para un actor conocido por sus papeles en televisión pero con un bagaje teatral importante. “Los que le hayan visto en escena, no se van a sorprender de lo que hace”, declara su orgulloso director.

Arévalo, Rodríguez y Gutiérrez
Pedro y Juan, los policías que interpretan Arévalo y Gutiérrez, respectivamente, se mueven entre dos aguas históricas: “Hay muchos peces que pueden vivir bien en agua dulce y en agua salada, como un buen policía. Juan lo tiene clarísimo desde que empieza la película: ‘voy a pasar de un lado a otro sin que nadie se dé cuenta’. Pedro tiene más problemas porque no sabe dónde está el agua dulce o la salada, o porque está remando a contracorriente y se lo lleva la ola”.
La isla mínima es una historia de hombres: dos policías, muchos sospechosos masculinos, un padre que no sabe muy bien qué hacer ante lo que ocurre. El sexo femenino está representado únicamente por el personaje de Nerea Barros y alguna joven del pueblo que sirve de testigo. A pesar de ello, y “aunque esté ausente en la película y lo que vaya a decir suene absurdo, la mujer es muy importante en la historia. Desde el primer momento se habla de adolescentes que están deseando huir de ahí, a otro mundo distinto, y dejar de sufrir la presión. Se nos olvida, porque la historia lo borra todo rápido, pero en el año 70 una mujer tenía que pedir permiso al marido para abrirse una cuenta en el banco. Era otro país”.
La isla mínima sigue su recorrido instalada en el consciente colectivo como una de las películas más importantes de este año especialmente trufado de éxitos económicos y críticos. “Somos una industria permanentemente en crisis, aunque la frase no es mía. Tenemos un nivel técnico y artístico bueno, pero por parte de las instituciones quizá podría haber más apoyo que el que tenemos en este momento”, reflexiona Rodríguez en voz alta, poco antes de que finalice la charla. Si 2014 sirvió para algo, que sea para hacer ver que el cine español tiene ese nivel, esa calidad y, además, esa proximidad con la audiencia.