Crítica
Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson
No creo que ésta sea una película de actores, pero cuando recuerdo Magnolia lo que más me emociona es repasar mentalmente ese abanico de miradas desconcertadas y desconcertantes que integran un microcosmos que parece la realidad aunque no lo sea del todo. Paul Thomas Anderson, ese chico tan cool que venía de dinamitar las castas entrepiernas del Hollywood noventero con esa joyita que se llama Boogie Nights (1996), firma la que es hasta la fecha su mejor obra para quien escribe. Una película coral narrada en tono épico, un mosaico de incertidumbres sobre la soledad y sus desperfectos que emociona y destroza en dosis nunca más apropiadamente mortales.
Ya digo que no creo que sea una película de actores, y sin embargo, ése es su más perceptible aliciente ahora que parece que la tele le gana la batalla al cine en eso de regalar grandes personajes. Quedan en el recuerdo rostros como el de la maravillosa Julianne Moore, que consigue sacar oro del personaje menos agradecido de la cinta, una viuda trofeo que se enfrenta a la viudedad extrañamente enamorada del moribundo. O el del inefable Tom Cruise, que brinda aquí, me permitan, la única interpretación a la altura de su fama, nominación al Oscar incluida, tal vez el papel con el que deberá presentarse ante su dios cienciólogo para entrar en el Olimpo. Pero ya digo, yo me quedo con ese plantel de maestros de reparto, porque odio el término “secundario”. Me quedo con el eternamente andersoniano Bill H. Macy como ese viejo niño que ha perdido toda conexión con el mundo tras una efímera fama de concursante televisivo; con un favorito personal como el perfecto imperfecto John C. Reilly y sus rezos y sus escopetas. Y cómo no recordar a los majestuosos Philip Baker Hall y Jason Robards, a quienes Anderson dedica la mayoría de esos planos sórdidos y siniestramente cercanos; y quienes, a su vez, dedican generosamente el veneno enfermo de su nada indulgente vejez, uno desde la desesperanza de un padre que ve cómo la droga le arrebata lo más preciado, y otro desde las puertas mismas del fin, o del infierno… o de las dos cosas.
Pero aquí hemos venido a hablar de él. El gordito rubio con voz profunda que, sentado en una esquina del plano, en las podredumbres desinfectadas de un hospital, es capaz de contarnos el mundo entero a través de una mirada. Sus conversaciones con Robards en esa sala que hiede a muerto (aunque no se sepa quién está más muerto de los dos) son una auténtica parálisis emocional. Creo que no es equivocado pensar que Magnolia fue la puesta en el mapa definitiva de Philip Seymour Hoffman, en un papel que podría ser una especie de sublimación del Javier Cámara de Hable con ella que firmaría Almodóvar. Tampoco creo que sea equivocado decir lo que se ha dicho hasta la saciedad, que su huida tan temprana de la vida nos ha dejado huérfanos del mejor de su generación. Sin más adjetivos. El mejor. El mejor. El mejor.
En su coralidad, este mosaico recuerda, con el aroma a pelirroja que deja Julianne Moore, a la estupenda Short Cuts (Vidas cruzadas) de Robert Altman (1993), pero lo más interesante de Magnolia, más que su montaje pausado y sus insistentes atentados contra el corazón, es su épica sutil, su elegíaca y algo surrealista reflexión acerca de la redención. Considero que las mejores cintas se fraguan cuando el creador (director, guionista, responsable en general) construye un artefacto en el que es indisimulable su amor por todos y cada uno de sus personajes. Así ocurre en Magnolia, en la que hasta el más ingrato acaba siendo comprensible, peones rotos que tratan de aferrarse al tablón de ajedrez, incluso literalmente.
La extrañeza de la lluvia de sapos viene a rubricar un principio donde parece que las casualidades tienen poco de azaroso, y las vidas están condenadas a entrecruzarse y devolverse más desgastadas y algo menos comprensibles. Cuando salgáis de la sala después de volver a ver los sapos caer, recordad que no todo necesita explicación, que incluso el discurso de Blade Runner de las lágrimas en la lluvia fue una improvisación de Rutger Hauer. Que tal vez lo mejor del cine, como lo mejor de la vida, debe permitirse un cierto espacio para las casualidades, un croar de rarezas, un charco de preguntas.