Como siempre

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Crítica

Timbuktu (2014), de Abderrahmane Sissako

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En la escena en la que conocemos a Kidame y su familia, “protagonistas” de Timbuktu, un plano largo corta a primeros planos. La rapidez del acercamiento, la banalidad del diálogo y la intimidad que, instantáneamente, deberíamos sentir con todos ellos se ve interrumpida por ese montaje que saca al espectador de la acción. Y precisamente como audiencia española ante un filme mauritanio localizado en Mali, una se pregunta si la forma de editar de Sissako se corresponde a una tendencia cultural, a un postmodernismo africano, una técnica diferente a la que manejamos (esa de “la edición no debe notarse”) y que no deberíamos ensalzar como mejor y única. Otras formas de arte, desde la literatura a la pintura, suelen estar mucho más abiertas a la experimentación formal que el cine. En esos pocos segundos que duran los planos cortos, una se pregunta si Sissako se quedó sin planos medios, si pretendía exagerar ese salto, o si esa descabellada transición venía a anunciar la narración fragmentada de la que haría gala durante el resto del filme.

Kidame (Ibrahim Ahmed), nómada y ganadero, vive en las afueras de Tombuctú junto a su mujer, Satima (Toulou Kiki), y su hija Toya (Layla Walet Mohamed). Otro niño, Issan (Mehdi A.G. Mohamed), cuida de sus vacas, las pastorea y las lleva a beber al lago cuando tienen sed, terreno de Amadou, un pescador con mal genio. Cuando GPS, la vaca favorita de Kidame, se descontrola y acaba enredada en sus redes, Amadou soluciona el problema matándola. Y cuando un Kidame airado va a verse las caras con el pescador, acaba matándole accidentalmente. En el caos del momento, Kidame cruza el lago con el corazón roto y angustiado, en una imagen larga, pictórica, bella y trágica, una imagen en la que el ser se arrastra agobiado por el peso de lo incontrolable. Es un plano general, obra del director de fotografía Sofiane El Fani (La vida de Adèle) que presenta lo bueno y lo malo de la vida y la realidad en la que viven los habitantes de la ciudad, asediada por los islamistas radicales, convencidos de que a la yihad se llega a través de las normas más locas.

Así, mientras la tragedia comienza a desperezarse, el hartazgo de los ciudadanos y la absurdez de las normas impuestas por los yihadistas se mezclan en escenas rodadas desde la distancia y, otra vez, desde la fragmentación, en una narración que rompe constantemente los hilos de la trama para ofrecer un mosaico de la vida en la ciudad. “Cortadme las manos”, dice la vendedora de pescado. “Si es lo que tiene que ser, que sea. ¡Cortadme las manos! Pero no me obliguéis a llevar guantes para cubrirlas porque, ¿cómo voy a vender pescado con los guantes puestos?”.  El humor, y el terror subyacente, se mezclan en las escenas más costumbristas de la primera mitad del filme.

Así encontramos a los terroristas discutiendo sobre qué equipo es mejor, si el Real Madrid o el Barcelona, mientras prohíben jugar al fútbol e interrogan a la gente si ven una pelota suelta. Los niños de la zona, mientras tanto, se entretienen con un balón imaginario, en otra de las escenas cargadas de poesía y tristeza del retrato que ofrece Sissako. Igualmente vemos al yihadista que todo lo sabe demostrando que no sabe conducir, o al imán intentando hacer entrar en razón a los irracionales con argumentos puramente extraídos de las sagradas escrituras.

Nada escapa a la violencia del terror, viene a decirnos poco a poco Sissako, aunque creamos que ellos son a veces tan humanos, aficionados al fútbol y torpes con el volante, como nosotros. Viendo a un terrorista enamorado de una mujer que le deja sin habla ante sus argumentos, viendo cómo escapa sin forzar su presencia, nos confiamos pensando que el radical igual no lo es tanto, que la lógica tiene un hueco en su cabeza.

Y entonces Kidame, que lleva a cuestas su asesinato (y que se beneficia de una interpretación honesta y desgarrada del primerizo Ahmed), queda en manos de las autoridades yihadistas, quienes también prohíben la música, el baile o el socializar en las calles. Y las normas acaban forzándose en los vecinos a golpe de matrimonios forzados, latigazos y pedradas.

La violencia es así, lenta pero continua. Tan ajena a nosotros como puede serlo un nómada africano. Tan cercana como puede serlo un aficionado al balompié. Tan irracional como lo ha sido siempre, y tan sistemática como viene siendo desde hace décadas. Timbuktú no cuenta, muestra; no dice, narra, y no sentencia, presenta argumentos. Occidente, a tenor de las últimas ejecuciones, ha comenzado a temer la amenaza radical. África lleva años bajo su yugo. Pero nos preocupamos ahora. Como siempre.

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