Crítica
El Efecto K. El montador de Stalin (2012)
de Valentí Figueres
Por
Maxime Stransky, es el protagonista de esta apasionante aventura que nos llevará, desde Moscú, a dar la vuelta al mundo y nos sumergirá en épocas tan bulliciosas para el cine y tan influyentes históricamente en nuestro presente, que acontecieron durante el siglo pasado. Un actor-espía que utiliza identidades inventadas como pasaporte para entrar en diferentes territorios y así cumplir las misiones que Stalin le ordena. Stranski (interpretado, de joven, por Jordi Collado, cuya voz en off del personaje es Jordi Boixaderas) es amigo de la infancia de Sergei Eisenstein (director de Octubre o El acorazado Potemkin de las que se habla en la película), con quien crecerá y madurará en un periodo marcado por la guerra, pero también por el surgimiento de diferentes vanguardias artísticas. A través de su amistad y de la constante documentación filmada que hace Stransky de su vida cotidiana (me recordó lejanamente, en una versión contemporánea, al Thierry Guetta y a su obsesión por las home movies que nos muestra Banksy en Exit through the Gift Shop), retrocederemos en el tiempo para comprobar que no sólo se puede cambiar el futuro, sino el pasado.
La historia de un país puede diferir mucho según qué “bando” la cuente. Esta película es prueba de que la manipulación puede llegar a límites insospechados, de hecho la propia película es un ejercicio de manipulación de la realidad, que confunde al espectador (creo que a propósito). Una reflexión metacinematográfica que parte del Efecto Kuleshov, teoría que se basa en que la imagen que va inmediatamente antes o después de otra puede cambiar el significado de la secuencia entera. El experimento, casi de carácter psicológico, podría decirse, consistió en grabar un primer plano de un actor e intercalar su expresión neutra con la de un plato de sopa, con la del cadáver de una niña en un ataúd y con la de una mujer tumbada en un diván. Los presentes espectadores afirmaron que la “interpretación” del actor, que era siempre la misma, iba cambiado (hambre, tristeza, deseo). Por tanto, demostró que las imágenes se contaminan entre sí, que cobran sentido al unirlas, que es el cerebro el que completa y asigna un significado emocional a esta conexión independiente de planos, lo que choca con el “cine ojo” de Vértov. El cine, ya sea ficción o documental, es mucho más que un simple registro inocente de imágenes, ya que según en qué manos, puede ser utilizado, en este caso, como un arma de propaganda política (en la actualidad es más apreciable en los medios de comunicación) o como una forma de contar hechos históricos para que así queden registrados de por vida, gracias a lo que se elija filmar y a cómo se monte. Ese es el poder, para bien o para mal (la magia o el peligro) del montaje cinematográfico: puede haber hechos alterados y personas borradas de la historia, o en otras palabras, de la memoria. Una información que, tal y como nos muestra la película, que habla de un “efecto K. social”, puede llegar transformada o mutilada a las futuras generaciones.
Premiada y seleccionada en multitud de festivales internacionales, El Efecto K. El montador de Stalin, dirigida por Valentí Figueres, que firma el guión junto a Helena Sánchez, es ante todo un largometraje de ficción (el primero de la productora Los sueños de la Hormiga Roja), pero muy estrechamente unida al falso documental construido con fragmentos de realidad. ¿Dónde acaba la mentira y dónde empieza la verdad? Esta es una pregunta que sin duda se formulará el espectador y que tendrá que responderse a sí mismo, sin ayuda. Una película muy artesanal, en la que se nota el mimo por cada detalle y la perspectiva filosófica de su autor, con todos los ingredientes para interesar a los conocedores, en parte, de lo que se cuenta, y para fascinar a los que lo desconocen por completo. Sin embargo, se abusa de la voz en off, de la repetición de algunas metáforas, aunque esta sea la intención, y de la duración, y a veces da la sensación de estar siendo bombardeado por un montón de información caótica, corriendo el riesgo de perder el hilo. Pero la reflexión, la historia, las imágenes de archivo, el tratamiento del color, los diferentes tipos de música y, cómo no, el estilo del montaje, hacen que merezca la pena verla, entre otros motivos. El balance es positivo. Se trata de una película difícil de clasificar, pero para que se hagan una idea; si les gustó Forgotten Silver, de Peter Jackson, Zelig, de Woody Allen o Fake, de Orson Welles (si no las han visto se las recomiendo), y si les interesan los orígenes del cine y la historia contada de una forma peculiar, poética, El Efecto K. El montador de Stalin les gustará. Aunque no termina de convencerme, es justo decir que está llena de momentos maravillosos y que disfruté viéndola como un loco del cine que soy. Hay que celebrar que en España se hagan películas así en la actualidad y que existan salas de cine que las exhiban.