
Sam Shepard, Michael C. Hall y Don Johnson.
Crítica
Frío en julio (2014), de Jim Mickle
Por Pablo Álvarez
Jim Mickle pertenece a una nueva ola de cineastas dispuestos a recuperar y reivindicar las señas estilísticas que hicieron mítico al cine de serie B durante la década de los ochenta. En su nuevo trabajo, el director evoca la obra de otros realizadores como Walter Hill o John Carpenter, con un thriller áspero marcado por un contundente tratamiento de la violencia y una excelente banda sonora con tonos electrónicos, que recuerda a las que componía este último para sus films.
La trama acontece en un pueblecito de Texas durante los años ochenta. Cuando una noche un ladrón irrumpe en la casa de Richard, este tomará una decisión drástica para proteger a su familia que desencadenará una espiral de violencia y venganza, poniendo en peligro su propia vida y la de aquellos a los que ama.
Anteriormente hemos visto historias que nos sitúan en un entorno idílico en el que se introduce un elemento exterior que rompe la armonía reinante, estableciendo un contraste entre ambos. En este caso el planteamiento surge de la idea de que el mal convive entre nosotros, oculto tras la puerta de cualquier casa de un típico barrio residencial, pudiendo introducirse en nuestras vidas en cualquier momento, transformándolas para siempre. Tomando como base la novela homónima de Joe R. Lansdale, el director construye un argumento que presenta una atmósfera asfixiante desde la primera secuencia, prolongándose a lo largo del metraje y transmitiendo una sensación de peligro constante reforzada por el nihilismo inherente al relato. De esta forma, la historia avanza eludiendo la previsibilidad a base de constantes giros de guión, a lo largo de la cual los personajes evolucionan cambiando las motivaciones que impulsan sus actos y cuestionándose la moralidad de los mismos.
La dirección y la puesta en escena reflejan esta transformación con una primera parte más pausada caracterizada por un excelente manejo del suspense, que dan paso a un segundo tramo con unas escenas de acción de gran crudeza. El trabajo de Mickle tras la cámara resulta elegante y preciso en la composición de cada plano, acentuado por la magnífica fotografía de su habitual colaborador Ryan Samul. El reparto está encabezado por un trío de excelentes intérpretes. Michael C. Hall da vida a Richard Dane, un padre de familia cuyos conceptos sobre el bien y el mal influirán en la transformación que experimentará a lo largo del film. Sam Sephard demuestra su buen hacer y veteranía, con un personaje crepuscular tan amenazante como cargado de melancolía. Por su parte Don Johnson se encarga de interpretar a Jim Bob, dotándolo de carisma y sentido del humor. El actor fetiche del director, Nick Damici, se reserva el papel de sheriff, mientras que la nunca suficientemente reivindicada Vinessa Shaw interpreta a la mujer de Richard.
Probablemente, los giros de guión anteriormente citados sean los que determinen que la propuesta resulte más atractiva para unos y decepcionante para otros, dependiendo de la aceptación de ciertos puntos que pueden llegan a resultar incongruentes. No obstante, merece la pena entrar en el juego que nos plantea Mickle, con una historia cuyo desarrollo se va moldeando para que subyazca su idea principal: el mundo en el que vivimos es un sitio implacable, cuya suciedad acaba manchándonos tarde o temprano, independientemente de nuestros esfuerzos por preservarnos de ella.