
Abbas Kiarostami/ Janus Films
Kiarostami y su quimérica pretensión de no interferir en la realidad
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Aguardando a que Carlos Boyero se decida por fin a publicar en el diario El País su esperadísimo obituario de Abbas Kiarostami y toda vez que ya disponemos de la necrológica del diario Abc, se podría afirmar, como dice Oti Rodríguez Marchante, que con la muerte del director iraní, ningún Festival de Cine sentirá ya la ineludible necesidad de programar cine iraní, y no sólo programarlo, sino también apreciarlo y premiarlo.
Y es que la reputación de Kiarostami nace, efectivamente, de un personalísimo estilo narrativo que cautivó al festivalismo cinéfilo –Premio de la Juventud Cannes 2012 y Espiga de Oro de Valladolid 2010 , por Copia certificada; Palma de Oro Cannes 1997 por El sabor de las cerezas; Hugo de Plata en Chicago 1994 por A través de los Olivos; Leopardo de Honor en Locarno 2005; Premio de la Crítica en Montreal 1990 por Close-up o Gran Premio del Jurado de Venecia 1999 por El viento nos llevará-, a la mayoría de la crítica –ver excepciones ad supra-, a muchos de sus colegas de profesión -Jean-Luc Godard dijo que «el cine comienza con D.W. Griffith y termina con Abbas Kiarostami»- y, en fin, a muy pocos espectadores. Servidumbre por la que antes pasaron, por cierto, Dreyer, Buñuel, Antonioni o Tarkovski, entre otros.
El interés por la infancia y su educación –sus primeros trabajos documentales en Teherán fueron realizados en el seno de la organización estatal Kanun, también conocida como Centro para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes-, la búsqueda de la verdad y, consecuentemente, su radical aversión por la ficción en el proceso cinematográfico –otra vez Dreyer- le llevaron a colocarse, como director, en una postura lo más alienada posible con respecto al film, prohibiéndose toda aproximación al desarrollo factual de la narración, relato siempre protagonizado por actores no profesionales, como Babak Ahmadpour, el niño fetiche del norte de Irán que debutaría en ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), primera parte de la trilogía de Koker.
Lo paradójico de esa actitud frente a su trabajo, de distanciamiento casi profiláctico, es que al final, esa determinación de no interferir se le volvió en contra muy probablemente por la perversión que supone la dramatización de la realidad, o como señala Román Gubern, debido al empleo de originales retruécanos cinematográficos basados en la confusión entre filmación y escenificación de una ficción cinematográfica, estéril esfuerzo como se demostró después.
Cinco años después de rodar ¿Dónde está la casa de mi amigo?, un terremoto devastó precisamente ese norte iraní donde aquella se filmó, causando decenas de miles de muertes. Kiarostami viajó inmediatamente en busca de Babak, a quien encontró con vida. «Fuimos en busca del chico, y lo encontramos. Pero también descubrimos algo más importante: vimos la pasión por la vida de quién lo ha perdido todo». De ese trayecto y esa pesquisa surgió Y la vida continúa (1991), segundo capítulo del tríptico de Koker, en el que la realidad volvió a capilarizarse a través del celuloide con la irrupción de Hussein, un joven que se había casado cinco días después del terremoto y que inmune a la destrucción y al caos, se empeñó en celebrar el enlace con los depauperados supervivientes del seísmo.
Y lo que con tanto ahínco intentó siempre evitar Kiarostami, ocurrió. Su interferencia en el faction fue inevitable, pues el que plasma la realidad está indefectiblemente alterándola. Debió sentirse como Jake Epping en la obra maestra de Stephen King 22.11.63 porfiando contra las invisibles e ingobernables fuerzas del destino cuando se enteró que Hussein se había enamorado de la actriz que interpretaba a su esposa durante el rodaje.
Incluso a los que casi todo el cine de Kariostami les parece un pretencioso, insufrible e insoportable experimento, cuando no tonterías disfrazadas de arte, siempre les quedará Copia certificada (2010)
Adviértase por tanto como merced a su observación de la realidad, esta fue transformada, alterando las variables que él pretendía registrar asépticamente. ¿Y que hizo el director? Pues no descabalgar al tigre y subir la apuesta. Haría una tercera parte –A través de los olivos (1994)- donde describiría los sentimientos de Hussein durante el rodaje de su anterior film, pero ficcionándolo, es decir, falseándolo. En otras palabras, alumbrando una gran matryoshka, de la que saldrían diferentes niveles de creación incompatibles pero concurrentes: el rodaje del terremoto y la narración del enamoramiento de Hussein en el set de rodaje, y todo ello bendecido por la reaparición del niño Babak, siete años después, intentando venderle flores al director. Todo un Boyhood iraní.
En la encuesta de Sight & Sound de 2012, Close-up (1990) se alzaba hasta el puesto 43 de una relación de los mejores 250 films de la historia del cine, empatada con Play-Time, Pierrot le Fou, Getrud y Some Like it Hot –Godard y Dreyer de nuevo, ¿se han fijado?- . No puede hacerse mejor merced a Kiorastami que precisamente sea esta cinta la más valorada de su cinematografía, pues en ella se sintetiza su weltanschaung fílmica: la relativización de la figura del director, cuyo rol desacraliza al demostrar que cualquiera puede impostar sus capacidades, como ocurre en el falso documental, en el un hombre corriente pretende hacer creer a sus vecinos que es un importante director de cine, ofreciendo papeles en su nueva película y logrando que personas comunes delegasen sus preocupaciones y aspiraciones en él.
Termino como empecé. Incluso a los que casi todo el cine de Kiarostami les parece un pretencioso, insufrible e insoportable experimento, cuando no tonterías disfrazadas de arte, siempre les quedará Copia certificada (2010), Kiarostami en modo ficción, primer rodaje de Abbas fuera de Irán, con actores profesionales y éxito de taquilla, en un maravilloso y sorprendente ejercicio de recuperación de la modernidad rosselliana, retomando y actualizando la decadencia emocional del viaje por Italia de una inconmensurablemente bella «Ingrid Binoche» y el desabrido «William Sanders», en el que Kiarostami pone de manifiesto un magistral manejo de los recursos narrativos, volviendo a jugar con las porciones de realidad que nos ofrece –la ventana abierta del baño que no es un cuadro, pero tampoco es la realidad, sino la realidad filmada- y que, como bien califica Javier G. Trigales, le convierte al fallecido director iraní en el creador de un nuevo género: el remake emocional.
No encuentro mejor epitafio para esta pieza que uno de los versos del propio Kiarostami contenido en su poemario Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006)
La tarea ha llegado a su fin