Crítica
Yo, él y Raquel (2015), de Alfonso Gómez-Rejón
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Un año más, San Sebastián recupera la película triunfal de Sundance y la sección Perlas trae bajo el brazo Yo, él y Raquel, un filme en el que el tema de cáncer está presente tangencialmente y en el que el drama se mezcla con la comedia y el humor negro en una historia adolescente que recuerda, sin enamoramiento, al éxito del año pasado Bajo una misma estrella.
Alfonso Gómez-Rejón, ayudante de dirección de Scorsese o Nora Ephron y director de capítulos para televisión de Glee o American Horror Story, además de debutante el año pasado con el filme The Town that Dreaded Sundown, lleva a la gran pantalla el guión de la novela homónima de Jesse Andrews. Yo, él y Raquel está contada desde el punto de vista de ese “yo”, un adolescente irónico y con baja autoestima que intenta pasar por el instituto siendo conocido y desconocido a la vez. Greg (Thomas Mann) vive en Pittsburgh con sus padres, un profesor de sociología apasionado por las comidas raras que nunca sale de casa (Nick Offerman) y una madre preocupada por el futuro académico de su hijo. Es esta madre (Connie Britton, cuya presencia siempre se agradece) quien le fuerza a ir a ver a Rachel (Olivia Cooke), una compañera de instituto que acaba de ser diagnosticada con leucemia. El esfuerzo que le supone acercarse a otro ser vivo de su edad rápidamente se compensa por el inicio de una “amistad condenada”, como él la llama. Pronto Rachel descubrirá el secreto mejor guardado de Greg: tiene un amigo (aunque él prefiere llamarlo “compañero de trabajo”), Earl (RJ Cyler), con quien realiza parodias de grandes clásicos del cine, películas caseras guardadas en sus casas que, como excepción, comienzan a mostrarle a Rachel hasta que una amiga les sugiere que hagan una sólo para ella.
Recuerdo ver 50/50, con un tremendo Joseph Gordon Levitt, y pensar la maravillosa idea que era tratar el tema del cáncer con humor negro, desde los ojos del enfermo que no puede pasarse el día escribiendo listas de qué hacer antes de morir, realizando sus sueños o llorando por su destino, sino que quiere estar arrebujado bajo una manta o fumando porros con su mejor amigo. Bajo una misma estrella volvió a sorprenderme por su continuo uso de las carcajadas en una historia de cáncer y amor adolescente. Yo, él y Raquel no moderniza su tratamiento de la enfermedad, ya que las risas amargas están aseguradas, pero sí presenta una novedad en el punto de vista: el enfermo, aquí, no es el centro de atención.
Muchos críticos en Estados Unidos han acusado a la película de narcisista. En cierto sentido, el amigo negro o la chica parecen sólo excusas para la presentación del personaje masculino blanco y rubio. Y, efectivamente, no son más que elementos secundarios en la historia de Greg, como advierte el título. Greg, con sus inseguridades, su capacidad para pasar por la vida sin ser visto y sin sufrir, se ve de repente enfrentado a algo en lo que, lo quiera o no, es un personaje principal: su vida. Su amiga está enferma y, en vez de pensar en sí mismo, necesita dar un paso adelante y comportarse como un ser humano normal. Así, ese chaval que no cree que merezca la pena hacer nada por identificarse, se descubre a sí mismo (no sin llevarse unos cuantos golpes antes).
Es cierto que el personaje mejor dibujado, el que se transforma, es el del protagonista, pero no es menos cierto que Earl y Rachel (sobre todo ésta última) juegan papeles primordiales en un contexto muy concreto de su crecimiento. Ambos se nos presentan no como seres unidimensionales por decisión del director, sino por requerimiento del punto de vista de la historia. De hecho, el descubrimiento de la tridimensionalidad de Rachel, que se revela sorprendentemente ante Greg y el espectador, es emocionante por todo lo que implica y también por lo que supone para el chico. La elección de dejar a la audiencia a ciegas y realizar el mismo viaje que el protagonista puede ser arriesgada, pero no es menos cierto que mantener a raya la contención proporciona una satisfacción tremenda en el tercer acto. Yo, él y Raquel es tan narcisista como la historia de Greg lo requiere, y eso es un gran punto a su favor.
No hay que obviar la presencia de su director, que se vale de picados y contrapicados para posicionar a Greg en el “peligroso” mundo de las tribus de instituto o el uso que hace de los planos más abiertos para situar a los personajes (muchas veces Greg y Rachel en la habitación de la chica) en un contexto espacial concreto. El dónde es tan importante como el qué en la narración, y Gómez-Rejón se vale de objetivos amplios y movimientos de cámara ricos y, a la vez, suficientemente discretos como para apoyar, con imágenes, el texto de Andrews.
No tiene la energía juvenil de Bestias de sur salvaje, el sentimentalismo de Fruitvale Station o la brutalidad de Whiplash, pero su fina ironía y la delicadeza de la que se vale a la hora de tratar la enfermedad, la adolescencia y el poder de la amistad esta película hacen que Sundance, un año más, presente un premio muy interesante. Que sigan llegando.