Crítica
Boyhood (2014) de Richard Linklater
Por Manuela Partearroyo
Cuando a Enrico Bergier, ayudante de dirección de El cochecito (Marco Ferreri, 1959), le preguntaron qué hacía de esta película algo tan especial, éste dijo: «Es un milagro porque es una historia que si tú la cuentas no significa nada, pero cuando tú la ves, significa el universo, significa la humanidad, significa todo. Es decir, es un milagro porque se unen todos los elementos necesarios para hacer lo que se llama un capolavoro, una obra maestra».
Algo parecido me produce Boyhood, y creo que a todos los que les apetezca viajar por las laderas de las emociones les ocurrirá lo mismo. Nuestro compañero Heider Tunarrosa ya escribió hace unos meses una crítica como la que está ante ustedes ahora, pero hemos querido volver a Boyhood ahora que se acerca su estreno (este 12 de septiembre). Tal vez una película incubada a fuego lento durante tantos años merezca, cuanto menos, dos emocionadas críticas.
Confieso mi adoración por Linklater, a quien le debo, como toda buena chica de los noventa, tres o cuatro disgustos sentimentales tras la trilogía Before… (1995, 2004, 2013), pero también Dazed and Confused (1993), una auténtica biblia del indie, A scanner darkly (2006), un magnífico experimento estético, o la soberbia Tape (2001), otra muestra de que al bueno de Rick le van los retos. Y es que, siempre que esté bien escrito, bien interpretado y bien resuelto, todo cabe en la gran pantalla. Linklater se ha ganado, sin duda, un hueco en el mejor cine americano actual, ése que nunca se escucha entre tanta explosión y tanto superhéroe, y su premio a mejor director en la última Berlinale por la película que hoy nos ocupa debería convencer a todo aquel que aún no le tomase demasiado en serio.
Y es que Boyhood, igual que le pasaba a El cochecito, es un milagro de película por todo lo que ustedes ya saben de ella antes de verla: que se ha rodado en tiempo real, que sus actores se han prestado a doce años de rodaje, y que Ellar Coltrane le ha regalado a Linklater (y de paso a todos nosotros) todo el viaje de su crecimiento, desde los siete hasta los diecinueve años. Pero también es un milagro por todo lo que les espera al entrar en el cine: por sus sutilezas, por su falta de dogmatismo, por su lección de vida. Es un milagro también por el modo de fotografiar el latir de la historia, la historia con minúscula pero también la que se escribe con mayúscula en las notas al pie de los libros de texto. Desde los bailoteos de Britney Spears hasta el camino a la universidad, pasando por los desastres de la guerra (Irak o un divorcio, poco importa), los cortes de pelo, la campaña de Obama, las bandas de rock, el fenómeno Harry Potter o el primer beso.
Una historia que si la cuentas no significa nada, pero cuando la ves, significa el universo. La vida, con o sin instrucciones de uso, a través de los ojos de un chico, sí, pero también a través de todos los integrantes de esta familia, un padre demasiado cool para sentar la cabeza (Ethan Hawke), una madre demasiado responsable para defender la alegría (Patricia Arquette) y una hermana demasiado teen para hacer caso a su hermano (Lorelei Linklater, quien, como todo queda en familia, es hija del director). Todos ellos nos resultan familiares y comprensibles, todos ellos emprenden un viaje hacia la madurez y se aferran al tiempo con fragilidad. Con la misma poesía que El árbol de la vida de Terrence Malick, pero tal vez con menos pretenciosidad, Linklater nos deja igual de boquiabiertos. Una película que habla de mi generación, como decían los Who, pero que emociona a todos, los que la sienten como hijos, pero también los que están en edad de sentirla como padres, como abuelos, como hermanos… como seres humanos dispuestos a presenciar el milagro de vivir.
Por cada poro y cada esquina, el crecimiento va desencadenándose con la sutileza de lo que parece nuevo y es en cambio tan viejo como el mundo. Los lapsos entre un año y otro apenas se perciben salvo en el físico de sus actores. Un acertadísimo montaje, la luminosa fotografía y la mirada de Linklater hacen fácil lo que es casi imposible. La historia sigue y se nos pasan las casi tres horas sin pestañear, como se les pasa la infancia de sus hijos a los padres cuando los ven cruzar el umbral de la casa familiar.
La última escena de esta milagrosa película, aunque no la desvelaré, es sin duda el principio. Como hizo Perec con su manual de instrucciones vitales, Linklater nos ofrece una fotografía en movimiento de la vida pero no nos llega a dar la solución al puzle. Nos toca, como Mason, aprender a encajar las piezas, y, claro, vivir para contarla.
No habrá muchas películas como Boyhood, ni hoy ni mañana, así que no deben perdérsela. Saldrán del cine con ganas de pegarle unos buenos bocados a la realidad (todo queda en el indie, supongo).