Teatro
Un trozo invisible de este mundo, dirigida por Sergio Peris-Mencheta
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Es complicado empezar a escribir sobre Un trozo invisible de este mundo, porque su creación y puesta en pie se deben a tantísimas personas que resultaría injusto focalizarlo todo en una. A la vez, es imposible ignorar la presencia de Juan Diego Botto, que parece crecer en centímetros a medida que la obra avanza. Botto es actor en cuatro de los cinco segmentos del espectáculo y autor del libreto. Y lo que hace en el escenario, como el trabajo previo en papel, es algo impresionante. El hombre es un fabuloso actor de cine pero el teatro… el teatro es para lo que ha nacido. Le sale de las tripas y alcanza a todos y cada uno de los que están sentado alrededor de la escena.
Ante la maravilla de la obra que trajo Toni Servillo a Madrid, el público respondió con aplausos y, a trancas y a barrancas, con una ovación en pie de la mitad del aforo. Cuando se encendieron las luces del Matadero, sin embargo, y Botto y la actriz Astrid Jones salieron a la palestra, el público que abarrotaba la sala (y, por cierto, era el día del final de la Champions) se levantó como si las butacas tuviesen un resorte y aplaudió una y otra vez, una y otra vez. Parecía una especie de catarsis para Botto, que acababa de protagonizar dos monólogos sobre la dictadura argentina que pusieron los pelos de punta y que, como intérprete, debían tenerle todavía medio atontado. Se llevaba la mano al corazón y agradecía con la mirada y los gestos la respuesta del público. Pero no sólo era una catarsis para el actor/autor. La gente tenía las tripas en la garganta. Porque entre todo lo que nos habían contado Botto y Jones y la imponente presencia de ambos en el escenario, sentíamos el alma a punto de volar con un suspiro.
Un trozo invisible de este mundo nace de Samba Martine, una inmigrante congoleña que murió en diciembre de 2011 en el Centro de Internamiento para Extranjeros de Madrid, tras sufrir dolores durante 38 días derivados del sida que padecía y que no fueron adecuadamente tratados por el personal sanitario. Así dicha, la historia de Samba es suficientemente triste como para que cualquiera se pare sobre esas tres líneas y reflexione sobre la estupidez de dejar morir de algo que podría haberse evitado, o sobre la hipocresía de una sociedad que, obviamente, sigue diferenciando entre ciudadanos de primera, segunda o tercera, según su procedencia. Botto además le pone cara a alguien como Samba, alguien que llegó llena de ilusión a un nuevo lugar para estamparse contra la realidad. La voz de Astrid Jones y su cuerpo, sus canciones y sus gestos dejándose la piel en la interpretación, son el mejor homenaje y, sobre todo, una de las formas de denuncia más efectivas. Botto ya no apela a nuestra mente para hacer que reflexionemos sobre la situación de los inmigrantes, sino que nos ataca directamente al corazón.
Pero Botto va más allá de tratar sólo el asunto de los inmigrantes africanos. Botto le pone cara a todo. Por ejemplo, a los locutorios, esos lugares que pueblan nuestras calles y nuestras ciudades, en los que nosotros raramente entramos – sobre todo desde que la tarifa plana se convirtió en un artículo de primera necesidad- pero que contienen historias de seres llenos de sueños rotos y esperanzas de volver, gente que le ha visto la mala cara a la vida y que sigue tirando. Los clientes de los locutorios no suelen ocupar demasiado espacio en nuestra cabeza, pero deberían hacerlo, deberíamos estar todos a la puerta de esos locales, ofreciendo teléfonos, internet, ordenadores y todo lo que se nos ocurriese a aquellos que han vivido más y que probablemente saben más.
O los agentes de inmigración. El caso que se presenta en Un trozo invisible de este mundo es un caso atípico, porque el agente de aduanas está despojado de cualquier humanidad y representa al sistema, no a un individuo exclusivo – supongo que muchos agentes serán pobres curritos con tantas ganas de estar ahí como muchos de los guardan las vallas de Melilla-. Ese señor tiene una parte de todos, y eso es mejor, porque no podemos hacernos los suecos y pretender que quien lleva el asunto es un capullo pero nosotros no. El capullo tiene una actitud oficial, y la actitud oficial nos representa aunque no nos guste.
O Argentina. Porque ahí se mezclan el actor y el personaje, la experiencia del desaparecido y la del exiliado. Se le ve el alma al autor y se ve cómo, poco a poco, nosotros dejamos de estar en las naves del Matadero y nos trasladamos a Buenos Aires querido, o a Nueva York, o a todos esos lugares a los que sólo nos lleva el arte, que para eso está.
Sergio Peris-Mencheta, el mejor ejemplo de actor de televisión reconvertido a gran director de teatro, maneja la historia con sutileza pero con templanza. Además de encargarse de la dirección, Peris-Mencheta es responsable de la escenografía, un personaje extremadamente importante en la forma en la que se cuentan los cinco relatos de Botto.
Esto no es una crítica al uso. Porque Un trozo invisible de este mundo ya no necesita más elogios, los tiene todos (merecidos) y cuatro recientes premios Max. Ha agotado entradas para todas sus sesiones de vuelta en la capital, ha prorrogado y ha vuelto a agotarlo todo – sería maravilloso que se mantuviesen en ese ritmo unos meses-, así que aunque os la recomiende, si ya no tenéis entradas habrá que esperar a ver qué pasa.
Sin embargo merece hablarse de Un trozo invisible de este mundo para que recordar de qué habla ella, para que ese hervor en la sangre, la maestría que el teatro muestra cuando desvela su cara más comprometida, no se olviden al salir por la puerta. Le deseo la más larga vida a esta obra de teatro porque necesita tener esa larga vida. Y nosotros también necesitamos que la tenga.
Un trozo invisible de este mundo se representa en las Naves del Español del Matadero de Madrid hasta el 15 de junio.