Las Marismas como metáfora de la Transición

la isla mínima

Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez

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Alberto Rodríguez  (Sevilla, 1971) ha contado en más de una ocasión que La Isla Mínima nació como película durante una visita a una exposición del fotógrafo sevillano Atín Aya. Le acompañaba su amigo Alex Catalán, director de fotografía. En el recorrido por las salas pudieron contemplar imágenes de las marismas del Guadalquivir y un mundo para ellos tan desconocido como impenetrable. Los rostros, las ciénagas y las espesuras vitales que se desplegaban ante sus ojos eran tan poderosos que ambos supieron que delante de ellos tenían las primeras líneas de su nueva película y, sobre todo, el personaje principal: las marismas; una intensa zona geográfica cuyo dramatismo y misterio inspira también toda la última obra de la pintora Carmen Laffón.

La Isla Mínima se estrenó en la última edición del festival de San Sebastián  y puedo asegurar que ningún espectador salió indiferente. Concha de Plata a la mejor interpretación para Javier Gutiérrez (espléndido tanto él como Arévalo) y mejor fotografía para Álex Catalán, el filme iniciaba una larga carrera de reconocimientos que la convertirían en una de las más premiadas y, mejor que eso, una de las más vistas y aplaudidas por el público.

A partir del poderoso paisaje de las marismas del Guadalquivir y en una atmósfera irrespirable y enferma, Alberto Rodríguez cuenta una historia situada en la España de 1980. Dos policías (Gutiérrez y Arévalo), son castigados por sus mandos para investigar un terrible suceso en un pueblo perdido de Andalucía en el que se sobrevive a peonadas y donde no ha llegado nada de lo que la España de la transición ha empezado a disfrutar sin freno. Durante las fiestas del pueblo han desaparecido dos niñas y los dos policías tendrán que desentrañar el caso en medio de un asfixiante clima de cerrazón, mentiras y rencores.

El policía que encarna Javier Gutiérrez (Juan), es uno de aquellos agentes que tanto se significaron en el franquismo como torturadores contra militantes políticos. Pero en 1980 el momento es otro y prefieren que no se les vea la cara desplazándoles a misiones alejadas de Madrid. El otro (Pedro), interpretado por Arévalo, representa a la nueva policía, a aquellos que entienden que su oficio tiene que ver con la defensa ciudadana. Pedro llega expedientado por criticar a los mandos implicados en alguna de las muchas intentonas golpistas que en aquellos tiempos se cocían entre las cenizas del franquismo. Ambos personajes se ven obligados a trabajar juntos para buscar a las niñas y detener a los culpables. Ambos colaborarán en la investigación con un recelo omnipresente que evidencian las miradas de profunda desconfianza entre los dos detectives.

En el pueblo se topan con un tipo de comunidad que ninguno conocía. Desde Madrid se les presiona para exhibir resultados rápidos, pero la opacidad con la que se topan impide cualquier éxito inmediato. Los vecinos parecen preocupados por la huelga que viven los trabajadores del campo y allí, en teoría, se vive de la cosecha del arroz. Nadie habla claro. Ni siquiera los familiares directos de las pequeñas desaparecidas. En una atmósfera que recuerda las mejores películas de suspense, los policías descubrirán que el arroz no es el medio de vida de los hombres del pueblo y que el tráfico de drogas es la auténtica manera de subsistencia.Y mientras llegamos a esa conclusión, secuencias del mejor cine desfilan ante nuestros ojos. 

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