Libre como un flamenco rosa

John Waters y Harris Glenn Milstead (Divine/Babs Johnson)

Pink Flamingos (1972), de John Waters

Por

“You know, I understand wanting gay marriage. I would never vote for somebody that was against gay marriage. I purposely have no desire to imitate a rather corny tradition of heterosexuals, to me. I would owe three alimonies.”

John Waters (Fresh Air, 2011)

En las siguientes setecientas palabras me propongo demostrar que se puede escribir de Pink Flamingos (Waters, 1972) sin que la pieza gire, una vez más, sobre la tantas veces comentada provocación coprófaga de su última secuencia. ¿Acaso The Godfather (Coppola, 1972) se explica únicamente con la imagen de la sanguinolenta cabeza cortada del caballo? ¿y el sublime plano secuencia inicial de Touch of Evil (Welles, 1958), agota el resto del metraje? No ¿verdad? Pues durante décadas el más grosero reduccionismo se ha cebado en la cinta que hoy nos ocupa, cumbre de la corriente camp en su vertiente trash cinematográfica, impidiendo apreciar los valores que la han convertido en el arquetipo de cult movie intergeneracional.

Como toda obra de arte trasgresora y original, Pink Flamingos no puede concebirse sin tener en cuenta la peripecia vital de su creador, que puede sintetizarse en la siguientes coordenadas básicas: nacido en 1946 y criado en el seno de una familia de clase media católica de los suburbios de Baltimore, donde sus mejores amigos de la infancia eran un muchacho obeso y sensible que amaba las plantas, Glenn Milstead, universalmente conocido años después como Divine y una melancólica rubia, Mary Vivian Pearce, actriz fetiche de toda su filmografía. Al cumplir dieciséis años, Waters recibe como regalo de cumpleaños de su abuela Stella –¡ahh! la abuela, merecidamente homenajeada en Pink Flamingos a través de la inolvidable y ovofaga Edith Massey- una cámara de 8mm, con la que en 1964 rueda su primer corto –Hag in a Black Leather Jacket-, una delirante ceremonia nupcial entre una adolescente de raza blanca y un hombre negro, oficiada por un grupo del Ku Kux Klan, a la que asisten una serie de invitados que parecen recién llegados de Ciudad Esmeralda, y que anticipa las claves del cine de Waters al menos hasta su ingreso en el mainstream de los ochenta: contraculturismo mordaz; escatología y exageración como instrumentos de equiparación social; sexualidad exenta de tabúes; feísmo e indigencia artística deliberada al presentar de forma tremendista elementos de la realidad aborrecibles con la intención de que el espectador tenga conciencia de ellos, de manera que resulte posible cambiarlos, fórmula empleada desde hace siglos en la poesía satírica, en la novela picaresca o en el expresionismo del principio del siglo XX; radical independencia creativa y financiera de sus films; un grupo de intérpretes estables, que faciliten la identificación con el proyecto dreamlandsiano y Baltimore, claro está, la Yoknapatawpha o la Región watersiana.

pink flamingos

Alguno podrá señalar, a la vista de estas notas estilísticas, que las pretensiones cinematográficas de Waters fueron y han sido ya abordadas técnica, interpretativa y materialmente con mucho mayor acierto por Kubrick, Pasolini o von Trier, por poner sólo tres ejemplos bien conocidos. Violencia, sadismo, vejación o pornografía como lenguajes conductivos de una sociedad decadente se muestran con toda su crudeza en A Clockwork Orange (1971), Saló o le 120 giornate di Sodoma (1975) o Antichrist (2009)…entonces ¿dónde reside el valor de presentar de manera tosca, rudimentaria y apodíctica el travestismo, el retraso mental, el secuestro de mujeres, la violación, la adopción ilegal de menores, la inseminación artificial involuntaria, el exhibicionismo embutido, el robo, la zoofilia, el voyeurismo, el fetichismo, el incesto, el asesinato, la transexualidad, el antropofagismo o, ¡my god! la fonomímica anal?

Pues la diferencia está en la libertad. Waters hizo en 1972 justo y exactamente lo que quiso. De la manera más pueril, grosera y superficial que quiso. Con los intérpretes que quiso. Erradicando cualquier tipo de convencionalismo, de discurso, de retórica – latente en Saló, A Clockwork o Antichrist-, de manera que entre el espectador y la proyección no había nada. Era la realidad in-mediata. Y precisamente, esa facticidad radical es la que ha permitido envejecer con tanta lozanía a esta hez cinematográfica, al contrario de lo ocurrido con los ejemplos citados. Pink Flamingos es una obra imprescindible para comprender en qué consiste realmente la creación artística y la libertad de expresión, convirtiéndose en ejemplo paradigmático de como entusiasmo, creatividad, sentido del humor, 200 dólares y un grupo de amiguetes desinhibidos es más que suficiente para forjar una carrera cinematográfica independiente, carismática y, además, exitosa sin servidumbres ni ligaduras. Una actitud vital la de Waters por cierto, adelantada y presciente en el tiempo, pues qué es si no lo que está ocurriendo en el panorama audiovisual de hoy mismo. You Tube, crowdfunding, los proyectos de autogestión tipo Paco León o la quiebra de la industria clásica del porno a manos del amateurismo fornicador de You Porn son, sin duda, tributarios de la perseverante libertad de artistas como John Waters, quien lo explicó hace poco en Madrid de una manera mucho más clarificadora de la que pueda yo hacerlo nunca: “Yo sólo quería hacer una película que pudiera hacernos reír a mis amigos y a mí. Ciertamente nunca pensé que estaría hablando acerca de esto tantos años después. Pero estoy muy orgulloso, y pienso que se sostiene. La he visto con toda clase de públicos, y tres generaciones después aún tiene el poder de poner a la gente nerviosa. Es una pequeña bomba terrorista, lo cual es lo que yo siempre quise que fuera”.

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