Crítica
“The Act of Killing” (2012), de Joshua Oppenheimer, Christine Cynn (y un director más que firma como anónimo)
Por
“I have not seen a film as powerful, surreal, and frightening in at least a decade… unprecedented in the history of cinema.”
Werner Herzog
Cuando leí la sinopsis y vi el trailer de “” no podía creer que ese argumento, esos personajes, esas imágenes fueran ciertos. En todo caso pensé que se trataría de un falso documental o de un documental convencional, sí, pero con algún tipo de manipulación o con elementos de ficción. No tuve más remedio que ir a la Cineteca del Matadero de Madrid a comprobarlo, donde se ha celebrado estos días la décima edición del festival internacional Documenta Madrid, en el que se ha llevado el primer premio del jurado y el del público. Estaba equivocado, subestimé a los autores de este documental. Todo es real, aunque hay que matizar el concepto de “realidad”, pues “The Act of Killing” reflexiona paralelamente sobre el concepto de cómo somos y cómo nos vemos a nosotros mismos, de cómo creemos que la gente piensa que somos y nos ve, y de cómo nos gustaría que la gente pensara que somos y nos viera. A estas cuestiones se puede obtener una misma respuesta, aunque lo más normal es que sean varias, que no coincidan unas con otras, porque la proyección que tenemos de nosotros mismos no siempre coincide con la percepción de los demás. Esto es precisamente lo que les ocurre a los protagonistas de este documental.
Indonesia. Una pandilla de mafiosos (entre los cuales, algunos, cuando eran jóvenes, trabajaban en la puerta de un cine revendiendo entradas), fueron reclutados como sicarios, por sus aptitudes violentas y falta de escrúpulos, para matar por encargo a cambio de dinero, después del golpe de estado que el ejercitó llevó a cabo con éxito en 1965 en Medan. Su nuevo trabajo: ayudar al ejercito a exterminar a supuestos comunistas. Lo que se convertiría en un verdadero genocidio. Estos mafiosos, cuyos ídolos son Marlon Brando, Al Pacino o John Wayne, a los que copian las maneras de vestir y de matar de sus personajes en las películas, y que se llaman a sí mismos “gangsters”, asesinaron a cientos de inocentes, además de robarles, violarles y torturarles. Anwar Congo, uno de estos asesinos jubilados en los que se centra el documental (para llegar hasta él entrevistaron a más de cuarenta asesinos en masa), cuenta con detalle cómo, por ejemplo, después de haber visto una película de Elvis Presley, todavía con el ritmo en el cuerpo, dio una paliza y “mató alegremente” a una persona. Este escalofriante testimonio recuerda a cuando el “señor Rubio” (Michael Madsen) de “Reservoir Dogs” tortura hasta la muerte al policía al compás de “Stuck in the middle with you”. También nos enseña en varias ocasiones, haciendo una demostración ficticia de cómo lo llevaba a cabo, su método preferido para matar (inspirado por una película), por ser la más rápida, barata y limpia que conoce: estrangular con un alambre. “Antes de eso había demasiada sangre y luego olía muy mal”, explica con total normalidad.
Aquí viene lo que no acababa de creerme, ahora me entenderéis: los autores del documental propusieron a estos asesinos contar su historia en una película que ellos dirigirían, escribirían, interpretarían (haciendo de ellos mismos y también de sus víctimas) y hasta co-producirían, en la que podrían recrear libremente esta etapa de sus vidas usando sus propios recuerdos. Sorprendentemente aceptaron motivados por el sueño de ser estrellas de cine y por su interés en contar un hecho histórico de su país del que quieren dejar constancia. El documental, por tanto, está construido, primero, a partir de la preproducción, y segundo, del rodaje de esta película. Ellos mismos salen a localizar lugares reales donde cometieron estas matanzas, van a buscar figurantes a barrios en los que sus habitantes les temen (seguramente porque hace años les quemarían sus casas y porque asesinarían a miembros de su familia), buscan financiación intimidando a pequeños comerciantes (como cobrándose un impuesto al que nadie se pueden negar, por su bien), incluso filman sus improvisaciones para verlas más tarde y sacar conclusiones que ayuden a dar más veracidad a la película y para ir dando forma al guión. Y se lo toman realmente en serio, tanto que da la sensación de que para ellos se ha convertido en una obra personal muy importante que, aunque nunca se hubieran imaginado, antes de conocer a estos cineastas, que algún día realizarían una película autobiográfica, ahora tienen verdadera necesidad de hacerla y terminarla, de una manera sincera, además (la sinceridad que su ego les permite, claro).
Cuando nos cuentan y recrean sus fechorías lo hacen con una sonrisa en la boca, y hasta con una carcajada, pero esta frialdad superficial no lo es tanto a nivel interior, en lo más profundo de sus almas oscuras. Aunque muestran pocos síntomas de arrepentimiento, o ninguno, depende del caso, lo cierto es que algunos, lo expresen o no, sí tienen remordimientos por lo que hicieron hace ahora cuarenta años, por minúsculos que sean y se manifiesten como se manifiesten. Uno de los puntos interesantes del documental es que mientras ruedan la película e interpretan a sus víctimas, reviven estos episodios desde otro punto de vista, sintiendo emociones que quizá nunca antes habían tenido ni, probablemente, sabían que tenían. Cuando afloran sus buenos sentimientos, que son pocos, en verdad, sienten un pesadísimo cargo de conciencia que soportan unos mejor que otros, derrumbándose así toda esa farsa insostenible para autoconvencerse de que son inmunes a sentir una leve culpabilidad ante la monstruosidad de sus actos.
Curiosamente, si viéramos algunas partes sueltas de este documental sin saber el contexto previo, estas personas nos parecerían normales y hasta adorables, puede que influenciados por la avanzada edad de uno de ellos y la comicidad innata de otro. Desde el principio hasta casi el final, hay situaciones verdaderamente hilarantes, unas veces por lo que se dice, otras por lo que ocurre. El documental juega a esto, a confundirnos, a incomodarnos. A veces te olvidas por unos segundos de quienes son esas personas despreciables, aunque es difícil, y te dejas llevar por una sonrisa inocente. Entre el público también había espectadores que se reían despreocupadamente en voz alta y aunque cada uno es libre de hacerlo o no, en la sala de cine hubo gente que no lo aprobó. Pero sea como sea, estos impulsos involuntarios, quiero pensar, son fugaces y al recordar quienes son los individuos que están en la pantalla, borramos inmediatamente cualquier esbozo de sonrisa en nuestro rostro, como si hacerlo, aunque sea sin querer, nos convirtiera en cómplices, pues no sólo basta con que una persona o situación sea graciosa, sino que sintamos cierta empatía. Pero igual que podemos ser estúpidamente débiles al sonreír puntualmente y por error con una panda de asesinos, podemos emocionarnos y sentir compasión por ellos, supongo, cuando muestran signos honestos de sensibilidad, de fragilidad, de humanidad, al fin y al cabo, en sus corazones de piedra. Anwar es el único que parece que con sus lágrimas, nauseas y pesadillas se muestra arrepentido, pero la palabra “perdón” no aparece en su diccionario. Depende de cada uno que esa compasión que sentimos en nuestra butaca también queramos hacerla desaparecer de inmediato, al recordar dos cosas: de quien estamos sintiendo pena y de las víctimas de estos verdugos sin piedad, a los que les gusta charlar sobre las diferencias entre sadismo y crueldad, que no es lo mismo, y entre el holocausto nazi y el suyo.
La película que ruedan no tiene desperdicio. Es difícil encasillarla dentro de un género, pero contiene escenas bélicas, fantásticas y hasta de cine negro y western surrealista, mezclando lo cómico con el drama. El musical también está muy presente, imagino que al estilo indonesio, con un toque onírico muy particular. Cómo no, los asesinos se ven a sí mismos como héroes de la Historia de su país. Duele ver cómo estos asesinos son totalmente impunes y caminan a sus anchas por su país en el que afirman “hay demasiada democracia”, al que han hecho tantísimo daño, como si fueran unos simples jubilados bobalicones. Tienen una familia que les quiere y amigos con los que pasárselo bien, una casa, comida, salud, estabilidad económica… en definitiva, una vida que no se merecen. Algunos de ellos, a los que les gustaría ser famosos a toda costa, declaran que no les importaría ser juzgados por el Tribunal de la Haya, por ejemplo, si ese el precio que hay pegar para conseguirlo.
El documental es cuestionable desde una perspectiva moral y muy arriesgado porque hay que tener en cuenta que los miembros del equipo, que tuvieron que convencer a los asesinos y convivir con ellos para rodar este documental, no podían oponerse a lo que pudiera ocurrir delante de sus cámaras, por su propia seguridad, pues documentales como “The Act of Killing” implican un peligro (quién sabe cómo pueden reaccionar estas personas). De hecho, el equipo de este documental tuvo que hacerse “amigo” de ellos y mentirles sobre el objetivo real de éste, que difiere abismalmente del de los asesinos, que fantasean con que su película tenga éxito. Esto no quiere decir que los directores no se muestren duramente críticos en algunos momentos y se atrevan a hacerles preguntas muy delicadas (esto sólo es posible cuando ya se han ganado su confianza). Por eso, antes que ocultarlo, prefieren enseñarle al mundo estas injusticias. Es la manera de estos cineastas de denunciarlas, enfrentar a los asesinos con su pasado, aunque habrá personas que piensen que el documental es irrespetuoso con las víctimas y familiares, y que busca ser un puro espectáculo sensacionalista, una especie de morboso y cruel reality show que les convierte en héroes, como a ellos les gustaría, en vez de condenarlos. Aunque después de haberse visto auto-retratados en el documental, a estos asesinos les habrá hervido la sangre, que antes tenían muy fría.
Apoyado por Werner Herzog en la producción ejecutiva, “The Act of Killing” es un valiente experimento metacinematográfico escalofriante, que cuenta una historia delicada de una manera atípica y que, sin duda, generará controversia allí donde se proyecte. Esperemos que sirva para abrir los ojos al mundo, pero sobre todo, a los indonesios (si tienen oportunidad de verlo, por la censura). De momento, “The Act of Killing” ya ha favorecido a que surja algún debate en Indonesia, algo muy positivo ya que es la primera vez que los ciudadanos indonesios se atreven a hablar sobre este tema, que hasta hace poco era tabú. Hay que subrayar que gran parte del equipo, entre ellos, uno de los directores, aparece en los créditos como “anónimo”, por eso “The Act of Killing” es necesario, porque la ley del terror sigue vigente aunque no salga en los medios de comunicación.
Nominado al Oscar en la categoría de Mejor Documental.
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