Los ojos de aquel 1989

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Crítica

El último adiós de Bette Davis (2014), de Pedro González Bermúdez

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Culpo a Diego Galán de mi amor por los festivales de cine. Fue en 2001 cuando él publicó, y nosotros leímos, Jack Lemmon nunca cenó aquí, un compendio de sus aventuras al frente de la dirección de este Festival de San Sebastián. Además del marujeo propio de quien ama saber más – aunque no todo- sobre las estrellas, lo que transmitía el libro de Diego era la felicidad supina que sentía su autor cerca del cine y, sobre todo, que participar en un festival, a pesar de los dolores de cabeza, es una experiencia divertidísima. Tras leer las idas y venidas de todos aquellos que pasaron por el Velódromo, el Kursaal, el María Cristina, el Victoria Eugenia, la que escribe no quería más que venir y ser testigo de la magia, del puro arte hecho evento festivo.

En aquel libro y, si la memoria no me falla, un extracto del mismo que se publicó en El País semanal, se contaba con todo lujo de detalles la entrega del cuarto Donostia en 1989 (los tres primeros habían sido a Gregory Peck, Glen Ford y Vittorio Gassman), el primero otorgado a una mujer. Es un capítulo que eclipsa a las estrellas de todos los demás y que contiene en sí mismo todas las razones por las que seguimos yendo a una sala a embelesarnos.

Ahora, Pedro González Bermúdez, junto con el periodista Juan Zavala, se ha puesto tras la cámara para homenajear el 25 aniversario de un acontecimiento único en el Zinemaldia: la entrega del premio Donostia a Bette Davis. En la que fue su última aparición pública, en su último mes de vida, la Davis epató a propios y extraños con su fuerza, su vitalidad y sus pocas ganas de dejarse vencer por la enfermedad que de aquellas la tenía consumida. El último adiós de Bette Davis homenajea a una mujer, un operativo estratégico que fue capaz de traerla a nuestras puertas, una estrella y, sobre todo, una época del cine dorado de Hollywood que, nos pongamos como nos pongamos, ya no volverá.

El documental narra, casi minuto a minuto, la planificación de la llegada de la actriz, su presencia en San Sebastián por cuantos días deseó, y su posterior y atropellada despedida para ingresar en el Hospital Americano de París, en donde fallecería. Con los ojos aún abiertos y la mirada soñadora, muchos recuerdan la elegancia con la que recibió la estatuilla del Donostia, la mordacidad que desplegó en la rueda de prensa con los periodistas, los posados, espontáneos y organizados, que hizo a los fotógrafos y lo orgullosa que se sintió cuando, tras entregar la Concha de Oro de aquel año, el director premiado, Andrei Konchalovski, se arrodilló ante ella.

Personajes como el propio Galán, que se debe saber el asunto hasta dormido, Jaime Azpilicueta, Pilar Olascoaga -secretaria del Festival de aquella época-, periodistas, fotógrafos e implicados varios, se juntan ante la cámara con material grabado de aquella época y el testimonio, por primera vez ante las cámaras, de Kathryn Sermak, asistente personal de “Miss D.”, como la llama ella, que recuerda qué ocurrió en aquellos días en su suite del María Cristina narrándolo todo en un extraño pero reconfortante tiempo presente. Así se mezclan las frases de Azpilicueta, “tenía una mala leche preciosa” con los rubores de Galán contando cómo la gran estrella le cogía del brazo para ayudarse a caminar, o las anécdotas con la silla de ruedas que la Davis necesitaba para trasladarse pero que no quería que viese la prensa.

Más que cualquier otra cosa, El último adiós de Bette Davis es un bárbaro recuerdo a una mujer que rompió moldes y que, a sus 81 años, semanas antes de morir, seguía sacando a la luz su enorme fuerza interior. También es un homenaje al Festival y al premio Donostia, a la posibilidad que Diego Galán y su equipo dieron de traer a iconos del séptimo arte a San Sebastián. Verlo es emocionante, recordarlo, como hacen todos en la película, ha tenido que ser como volver a vivir una película.

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