Crítica
El club de la lucha (1999), de David Fincher
Por Pablo Álvarez
“La primera regla del club de la lucha, es no hablar del club de la lucha”
Este es el primer mandamiento que deben cumplir todos los que asisten al club clandestino en el que pelearán contra otros individuos anónimos. No obstante, pasaremos por alto esta advertencia ya que, aunque han transcurrido quince años desde su estreno, el film sigue siendo objeto de análisis, al reflejar de forma elocuente el abismo existencial hacia el que se encaminaba inexorablemente la sociedad occidental de la época.
La historia sigue los pasos de un hombre al que da vida Edward Norton, cuyos días transcurren con monotonía mientras trabaja para una corporación automovilística y compra productos del catálogo de Ikea. Para combatir el insomnio crónico que padece, empezará un tratamiento consistente en asistir a reuniones de grupos de autoayuda para enfermos de Cáncer. Un día, en uno de los viajes empresariales que realiza asiduamente, entablará amistad con Tyler Durden, cuya particular filosofía de la vida cambiará su forma de percibir el mundo.
El director David Fincher (Seven) aceptó la propuesta del estudio Twentieth Century Fox, de llevar a la gran pantalla la controvertida novela homónima escrita por Chuck Palahniuk, autor caracterizado por un estilo satírico cargado de un negrísimo sentido del humor, a través del cual desmonta la visión más idealizada de Norte América. El guión de Jim Ulhs sintetizaba fielmente el argumento de la obra original, trasladando a su vez la mordaz crítica que subyacía en ella. Los papeles principales recayeron en Edward Norton como “el narrador”, Brad Pitt como Tyler Durden (previamente se había tanteado a Russell Crowe) y Helena Bonham Carter como Marla. Fincher contó con el director de fotografía Jeff Cronenweth, en la que supondría su primera colaboración juntos, que más adelante fructificaría en títulos como La red social o Los hombres que no amaban a las mujeres, para dotar al film del aspecto mugriento y decadente que requería el mundo deshumanizado descrito en el libro.

Edward Norton, David Fincher y Brad Pitt
Cuando la película llegó a los cines en octubre de 1999, fue recibida por críticos encolerizados que la denunciaron por hacer apología de la violencia, fomentar el terrorismo y promover una ideología cercana al fascismo. Por si esto fuera poco, no llegó a cubrir las ganancias en taquilla que se habían estimado, lo cual se saldó con la dimisión del por aquel entonces jefe ejecutivo del estudio, Bill Mechanic. No obstante, posteriormente la cinta fue redescubierta por los espectadores en el mercado doméstico gracias al boca a boca, adquiriendo la categoría de film de culto.
A pesar de que muchos intentaran demonizarla en su momento, el paso del tiempo la ha colocado de forma justa como una de las películas fundamentales de finales del siglo pasado. Un fiel retrato de una sociedad condicionada por las convenciones establecidas, cuya incapacidad para autorrealizarse pretenden suplir mediante el consumismo compulsivo, impuesto por un mundo frívolo y materialista. En contraposición la figura de Tyler Durden, anti-profeta y reverso oscuro del übermensch nietzscheano, representa la voz enfurecida de una generación criada frente al televisor, desengañada por las promesas incumplidas de verse convertidas en estrellas de rock. Para dar rienda suelta a tales frustraciones, se planeta la alternativa del renacimiento mediante la autodestrucción, que se alcanza mediante la catarsis que proporciona algo tan primario como una pelea, a la vez que se plantea el declive del sistema capitalista mediante actos de rebeldía motivados por el inconformismo.
El club de la lucha llegó a definirse como la moderna Naranja Mecánica y aunque el film de Fincher y el de Stanley Kubrick difieren argumentalmente bastante entre sí, la analogía no resulta del todo desacertada. Ambas cintas resultaron transgresoras en el momento de su estreno y fueron el blanco del ataque de ciertos sectores que tergiversaron su mensaje tachándolas de inmorales. No obstante, lo importante es que las dos sirven como fiel testimonio de la sociedad de sus respectivas épocas, la misma que con sus críticas sólo consiguieron evidenciar la hipocresía imperante que mostraban sus historias. Pero si hay algo que sin duda comparten, es que con el paso de los años su trascendencia cinematográfica no ha hecho más que incrementarse. Pasará el tiempo y seguiremos hablando de ella, porque la “materia fecal obediente” de la que hablaba Tyler Durden, hoy en día prolifera más que nunca.