Crítica
Aladdin (1992), de John Musker y Ron Clements
Por Claudia Lorenzo
A los chicos les gusta Aladdin. No hablo como experta en números, sino como interlocutora básica. Mis amigos masculinos, los chicos de mi generación, prefieren Aladdin sobre todas las otras películas Disney de su infancia. No es que haya carencia de personajes masculinos en la compañía del tío Walt, ni mucho menos. Ahí está Simba, tan león como niño como adolescente, o la Bestia –aunque su encanto se ve claramente ensombrecido por la maravillosa y guerrera Bella-, o Tarzán, o el jorobado de Notre-Dame, que era feúcho pero bien majo. Lo que está claro es que Al jugaba en otra liga. No era un príncipe, pero era un tipo bueno, no era rico, pero sabia sacarse las castañas del fuego, no era el rey de la selva, pero gobernaba en su pequeño micromundo y hasta que no se cruzó con Jafar le iba todo bastante bien.
Como cualquier ser que haya visto una película en sus años tiernos – y Aladdin se estrenó cuando yo rozaba los siete-, algún personaje resalta por encima del resto. Al principio, te identificas por proximidad. Es decir, una servidora quería ser Jasmine –porque era la chica-. Después, te identificas por afinidad. Es decir, una servidora quería ser Aladdin –porque tenía una alfombra voladora, asunto importante-. Y finalmente, aceptas que quien de verdad roba la función entera es el Genio –porque es descacharrantemente divertido-.
Otra cosa que no se hace a los siete años, porque una es culta pero no empalagosa, es ver Aladdin en versión original subtitulada. Todos sabemos la canción central no es A Whole New World, al menos para la Península Ibérica, sino Un mundo ideal, y seguimos cantándola a voz en grito así nos aproximemos a la treintena. Precisamente por el desconocimiento inicial de las voces de nuestros personajes favoritos –comprensible ante un público mayoritariamente infantil, por otro lado-, hacen falta lustros hasta que decidimos empezar a identificar los timbres de nuestros actores predilectos. Así caemos en Robin Williams, una figura de los 90 en cuanto a infancia se refiere, que le puso voz al genio tan genial.
Volver a ver Aladdin prestándole atención a la presencia de Williams es una revelación. El Genio es mucho más que una voz, es una personalidad entera, un tipo mimetizado con el actor que habla a dos mil palabras por minuto, que tiene gracia, que tiene chispa, que es listo como el hambre pero también bueno, y que tiene las dos mejores canciones de la fiesta, el No es un genio tan genial y Príncipe Alí, en la que tanto el personaje como el actor se desdoblan en múltiples seres, a cual más hilarante.
Walt Disney era un hombre listo, y las películas que salen de su fábrica, si bien tienen pegas a montones –la necesidad de que Jasmine enseñe el ombligo a niños de seis años se me escapa pero Dios nos libre de no tener una mujer en una película de la productora que no sea sexy-, tienen muchos más atributos positivos. Es decir, un guión sólido y con mucho sentido del humor –seguir provocando carcajadas porque un mono se convierta en elefante y se suba a un árbol tiene su mérito-, personajes memorables, una historia interesante, buenas canciones y buena música y, de aquellas, buena animación –Raúl García, español, formó parte del equipo de la película-.
Pero Aladdin lo que tiene es, sobre todo, un actor secundario prodigioso que a través de la voz y su personalidad animada dejar ver lo que había realmente en Robin Williams: maestría y profundo respeto por el oficio.