Crítica
El mundo sigue (1965), de Fernando Fernán Gómez
A veces, esto del cine guarda historias maravillosas que superan los límites impuestos por las maravillosas historias de sus películas. Se podría hacer un guión nuevo con los avatares sufridos por El mundo sigue, en la historia que sigue a su distribución clandestina: malestrenada en un cine de Bilbao tras recibir una ínfima calificación por parte de la censura, nunca llevada al resto de ciudades y desde entonces olvidada por los años (salvo el milagro de los cines de arte y ensayo), y por los desaires que nos hemos hecho a nuestra propia historia. Por suerte, A Contracorriente Films ha decidido reestrenarla (o más bien, estrenarla debidamente) este 10 de julio, día en que se cumplen 50 años de su estreno, saldando así una deuda histórica.
Alguien tan incuestionablemente valioso para el cine patrio como Fernando Fernán-Gómez vio cómo esta maravillosa cinta, tal vez la mejor de su carrera, quedaba sepultada bajo los parabienes de una censura tan económica como política. A pesar de ser entonces 1963, año, recuérdese, de El verdugo de Berlanga, del inicio del aperturismo y del cambio en las políticas de censura del Régimen (con Fraga a la cabeza de los planes de pantanos y bikinis), las dificultades que le pusieron a la distribución y proyección de la película la condenaron al olvido. Y, curiosamente, mientras la siguiente obra maestra de Fernán-Gómez, El extraño viaje, con los años ha conseguido convertirse en un título de culto y ha logrado recuperar su meritorio lugar en los Olimpos del cine, no podemos decir lo mismo de esta joya. Por eso es obligatorio para todo cinéfilo que se precie que vaya este verano a verla a los cines Verdi, que se lo cuente a sus amigos, vecinos y compañeros, y que se cerciore de la inmensa modernidad que incluso a día de hoy mantiene.
El mundo de El mundo sigue es como la vida misma de entonces. Un inmenso fresco de realidades del año 63, en el que, sin embargo, otras muchas cosas nos siguen sonando: moralismos en torno al aborto, sueños de quinielas y plenos al quince, madres y abuelas que estrechan las pensiones hasta hacer milagros y niños malvestidos que meriendan pan y chocolate. Fernán-Gómez basa su narración en una novela de un falangista disidente del franquismo, Juan Antonio de Zunzunegui, que presenta la historia de una familia media (que por entonces significaba humilde), una resignada ama de casa (la inmensa Milagros Leal), un padre de la vieja guardia, y tres retoños a cual más distinto: un hijo meapilas, una ex-belleza convertida en ajada madre (Lina Canalejas) que batalla con las ludoptías de su desastroso marido (Fernando Fernán-Gómez), y una jovencita moderna y chic (Gemma Cuervo) que, a la espera de casarse, coquetea con los señores que le puedan aportar una vida mejor. La evidente antagonía entre una y otra hermana, en la que la una aspira a lo que tiene la otra con envidia y hambre de mundos, y sin expectativa de felicidad, es la base de este melodrama de corte profundo, en el que no faltan los arrebatos de humor maravillosamente patético y la experimentación en el montaje, la luz y los planteamientos de cámara. Todo ello con una encomiable ausencia de pretensiones.
Una cinta de una desesperada vitalidad, como diría Pasolini, cuyos latidos se sienten más fuertes que la mayoría de los estrenos actuales. Un cuento que, sin serlo, es más político que cualquier otro ejemplo de “cine ideológico”. Una historia feminista antes de la invención del término (que allá por el 63 decían dos o tres señores en París), cuyos planos de las chicas solas por la calle generan aún hoy una angustiosa sensación. Una película que abandera, sin querer, la memoria histórica de toda una cinematografía y de todo un mundo que ha seguido sin ella. Una película inmensa, irreductible a pocas líneas… e imposible de olvidar, ni de sepultar bajo los escombros de los años.
Ojalá todo el mundo vaya a los Verdi este verano. Ojalá siga el mundo para seguir reparando el olvido. Ojalá El Mundo Sigue siga siguiendo.