París es siempre una buena idea

Diplomacia2

Crítica

Diplomacia (2014), de Volker Schlöndorff

Por Claudia Lorenzo

“-Escuché una vez una historia de cuando los alemanes ocuparon París y tuvieron que retirarse. Habían colocado explosivos en Notre Dame para volarla, pero tuvieron que dejar a un tipo a cargo de pulsar el botón. Y el tipo, el soldado, no pudo hacerlo, ¿sabes? Se quedó sentado, alucinado con la belleza del lugar. Y cuando las tropas aliadas llegaron, se encontraron todos los explosivos ahí, con el botón apagado. Y encontraron lo mismo en el Sacre Coeur, la Torre Eiffel y otro par de sitios, creo…

-¿Es eso cierto?

-No lo sé. Siempre me gustó la historia.”

Tal vez no fuese un soldado, pero la Historia cuenta que fue un hombre, el general Dietrich von Cholitz, gobernador de París poco antes de que ésta fuese liberada, el que quedó a cargo de reducir la ciudad a cenizas siguiendo las órdenes de Hitler: “el estrépito de la explosión se oirá hasta en Berlín”. Y fue su belleza urbana, mezclada con la persuasión ejercida por algunos habitantes de la misma, lo que le llevó a decidir cancelar la orden de volar treinta puentes, la Torre Eiffel, la catedral, la Ópera, el Arco del Triunfo y tantos otros lugares simbólicos.

No hay ciudad como París. No hay belleza comparable a la de pasear por sus calles, recorrer la Île de la Cité, bajar por los Campos Elíseos. Hay otras ciudades con otros monumentos urbanos al arte y a la hermosura, y cada una tiene sus pequeñas idiosincrasias, su energía propia, su identidad. Pero París, la primera, la segunda o la décima vez que recibe, sigue siendo igual de bella, majestuosa y, por qué no, algo fría, a pesar de poder tocarla con la punta de los dedos y sentir su pasión, un poco como el personaje de Catherine Deneuve en Belle de Jour.

La Segunda Guerra Mundial se caracteriza por la destrucción sistemática e inmisericorde de seres humanos de forma totalmente arbitraria. Sin embargo, Diplomacia no apela a los horrores de los años 30 y 40 infligidos contra las personas –aunque mencione constantemente la cantidad de vidas que se perderían en la capital francesa con el bombardeo que pretende iniciar el Führer-, sino que tira de la admiración que todos profesamos por la ciudad, París como símbolo del arte, de la belleza, de los grandes logros de la humanidad, de algo bueno que queda de la civilización pasada, del mundo anterior al horror, para apoyar sus argumentos. Cuando el cónsul de Suecia, Raoul Nordling (André Dussolier) lista una y otra vez todo lo que sus hijos y nietos perderán si su interlocutor, Cholitz (Niels Arestrup), decide realmente dar la orden de volar todos los iconos planeados, Nordling habla al público, aquel que conoce París, la ciudad y el mito, y que recibe con un escalofrío lo cerca que estuvo la destrucción de la misma. Dirigida por Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata), Diplomacia enfrenta a dos grandes de la interpretación, Dussolier y Arestrup, que se zambullen en sus respectivos personajes con integridad y respeto, dándoles razones que, si bien no siempre parecen correctas, mantienen un sentido dentro de sus personalidades, especialmente la que se le encarga a Arestrup, un nazi incapaz de resistirse a las dudas pero defensor de aquello que cree correcto.

La película, adaptación de la obra de teatro homónima de Cyril Gely, raramente elige salir de la estancia en la que se realiza la mayoría del intercambio de opiniones entre ambos hombres, un duelo constante, un toma y daca intelectual y emocional que, sin embargo, no tuvo lugar exactamente como Gely y Schlöndorff retratan. Sus charlas, continuadas durante varios días y previas a la entrada de los Aliados en la ciudad, sí que tuvieron, en cambio, el mismo objetivo que en la película, disuadir a un obediente militar de seguir las órdenes, costumbre adquirida tras años de servicio haciendo caso omiso a la barbaridad. ¿Arde París?, el filme de 1966 dirigido por Rene Clement, también trataba este asunto, aunque con mucha más espectacularidad y menos contención e intimidad que Diplomacia.

The Monuments Men, también con más despliegue de medios pero menos corazón, quiso provocar la reflexión sobre lo que implica la destrucción de cosas, además de la matanza de seres vivos, como consecuencia de una guerra. La desaparición o el derribo de edificios, archivos, obras de arte, no sólo hace daño a las generaciones que lo presencian, sino a las futuras, aquellas que no pueden decir nada. Y aunque tiene apariencia de problema materialista, es mucho más que eso. El arte, los monumentos, París, dicen tanto de quiénes fuimos como su estallido hubiese dicho tanto de quiénes seremos. Extinguir el legado cultural de una sociedad es extinguir la propia sociedad, hacer como si nunca hubiese existido.

Así Diplomacia, mientras nos hace pensar en qué sería de nuestra vida sin poder pasear por los márgenes del Sena, nos recuerda que Berlín no corrió la misma suerte, ni la Biblioteca de Irak en Bagdad, ni la cantidad de templos y mezquitas que el Estado Islámico está llevándose por delante en ese país, ni varios monumentos que son Patrimonio de la Humanidad en Siria, ni… La lista de la destrucción del pasado es larga y problemática. Hurga en una parte de nosotros que se rebela contra quien nos dice qué debemos ser. Por eso la historia que cuenta Jesse en Antes del atardecer, el diálogo con el que comienza este artículo, nos emociona a todos aunque no sea exactamente cierta. Porque deseamos pensar que siempre va a haber alguien que, sobre cualquier estúpida orden llena de autoridad y altanería, decida que lo más importante es preservar la belleza de quiénes fuimos y quiénes podemos llegar a ser, otra vez.

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