Crítica
Mil veces buenas noches (2013), de Erik Poppe
Por Claudia Lorenzo
Aunque no en el espacio de una película, como en Boyhood, hay actrices a las que hemos visto crecer en pantalla hasta límites que creíamos que no podrían alcanzar, no por imposibles sino porque siempre parecían que habían llegado al tope. Juliette Binoche, que últimamente se prodiga muchísimo , es una de esas personas que alegran un filme y que incluso transforman la opinión que existe sobre él. En el caso que nos ocupa, los ojos de Binoche son la película.
Mil veces buenas noches está basada en las experiencias de su director, Erik Poppe. Y ese detalle, que desconocía al salir de la película, le otorga a lo narrado una nueva visión. Rebecca (Binoche) es una de las mejores fotógrafas de guerra del mundo, siempre dispuesta a ir más allá para capturar el momento adecuado que consiga que, de alguna forma, el mundo reaccione ante las injusticias que les ocurren a los olvidados. El problema de Rebecca es que, cuando la mueve la pasión, se olvida de que no es una súper heroína y acaba casi empotrada con una mujer atada a unos explosivos que está a punto de inmolarse en medio de Kabul. Viva de milagro, la fotógrafa, herida, regresa con su pareja Marcus (Nikolaj Coster-Waldau) a su hogar en Irlanda, donde la esperan sus hijas Steph (Lauryn Canny) y Lisa (Adrianna Cramer Curtis). Allí se ve obligada a elegir si seguir con su profesión, en la que el riesgo de muerte está a la orden del día, con el consiguiente dolor de su propia familia, u olvidar la vocación, aquello que controla su pasión interna, y dedicarse a estar en casa sana y salva.
Que la historia esté inspirada en la vida de Poppe, con cambio de sexo en la protagonista, da un giro al asunto y le otorga también una perspectiva de género. Es Rebecca, la madre, quien pone por delante de su familia a su profesión, y es Marcus el personaje con poco que hacer, uno que se asemeja a todas las “mujeres de” que estamos hartos de ver en cine, siempre interpretadas por actrices más que solventes (como en el caso del desaprovechado Coster-Waldau) y que sin embargo sólo tienen un discurso: disuadir a su pareja de ir a donde pueda sufrir algún daño para quedarse en casa, algo perfectamente comprensible y un punto de vista que merecería más atención por parte de la historia.
En Veronica Guerin, Cate Blanchett interpretaba a una periodista irlandesa decidida a desvelar la identidad de unos traficantes de drogas que, tras amenazarla, acabaron por asesinarla intentando evitar su investigación. Cuando la vi otra periodista me dijo que, a pesar del peligro en el que vivía la Guerin, ella comprendía el ansia de ir más allá en su profesión, de no dejarse amedrentar por lo que podía pasar porque la intención de contar lo que había pasado era más grande. A Rebecca aquí le pasa algo parecido. Si ella no va al Congo a fotografiar a los muertos, ¿quién lo va a hacer? Si el cabreo que tiene dentro y que canaliza por medio de su trabajo no encuentra salida, ¿cómo va a sobrevivir?
Mil veces buenas noches tiene un problema de longitud. La película se alarga y repite hasta el punto de discutir lo ya discutido y admitir lo obvio. Se encajona en el dilema entre familia y trabajo y así ignora el tratamiento de temas que se podrían haber entrelazado con el conflicto principal y que hubiesen tenido cabida. ¿Cuál es el objetivo real del fotógrafo de guerra? ¿Hasta qué punto puede inmiscuirse en la realidad y cómo afecta eso a la imagen? ¿Es más importante capturar un momento de terror o intentar evitarlo? Y, la más importante y que más tiene que ver con las decisiones que toma Rebecca, ¿qué poder tiene hoy el día el fotoperiodismo? Rebecca dice que quiere que alguien se atragante en el desayuno al ver su trabajo en el periódico pero, en la sociedad en la que vivimos, ¿es eso posible? ¿Es un ideal por el que merece la pena luchar e, incluso, morir?