El miembro de Jon Hamm

Ilustración de Anabel Perujo

Ilustración de Anabel Perujo

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Estaba cantado que este era un tema que La Crítica tenía que encarar de un momento a otro. Por lo que sé, la dirección estuvo barajando nombres de varios colaboradores para abordarlo, pero finalmente, tras horas de ardua deliberación, se decantaron por mí. No he llegado a saber el motivo por el cuál fui elegida pero me siento muy honrada de que así fuera porque es un asunto que me interesa bastante. Me considero ultra sensible a los encantos masculinos, también a los femeninos; con esto quiero decir que me considero sensible como la que más.

Mucho antes de que el contorno del miembro de Jon Hamm se hiciera visible gracias al móvil de un hijoputilla que le fotografió un día que Jon había ido a comprar y se le olvidó (con las prisas) ponerse los calzoncillos (¿a qué actor no le ha pasado eso alguna vez en la vida?); mucho antes, digo, de que esa primera foto robada animara a otros tantos hijoputillas a apuntar con el móvil a los atributos sexuales del artista; años antes de que las fotos se reunieran en una página y de que el asunto fuera objeto de artículos de prensa y reportajes de televisión; muchísimo antes, concretamente, cinco temporadas antes, y lo juro con la mano sobre la Biblia si es preciso, yo le había dedicado a dicho miembro no pocos momentos de mi atribulado pensamiento. Entiéndaseme, no de la forma en que los aficionados al porno disfrutan de la desproporción de los miembros de Nacho Vidal o del mítico Rocco Sifredi (no soy adicta al género) sino de una manera que me atrevería a calificar de romántica. Sí, yo soy una de esas cursis que se tragan entera una película porno para ver si al final se casan. Es un chiste viejo pero en este caso real y necesario.

Como todos y todas he constatado que el contorno carnal que se dibuja a través de la fina tela de los pantalones del hombre sin calzoncillos deja entrever un miembro enorme, un miembro que yo diría que rompe de una maldita vez las equilibradas proporciones del ideal griego. Pero el influjo de ese miembro ya se olía en el ambiente antes de que un teléfono indiscreto lo fotografiara. No me importa calificarme a mí misma de visionaria si digo que advertí, desde la primera temporada de “Mad Men”, que el verdadero protagonista de la seria no era exactamente Don Draper sino su miembro. Don Draper sería, a mi juicio, tan sólo el hombre que lo transporta de un lugar a otro. Don Draper es un individuo que va allá donde quiere el miembro. Don no sabe lo que es el libre albedrío, no decide, no es dueño de su vida. Aún diría más, los anuncios que maquina ese hombre tan dotado para el marketing no salen de su cerebro, en absoluto, esas ideas brotan en realidad de su miembro. No hay más que recordar algunas de esas escenas en las que Don narra a los clientes la idea del comercial televisivo que ha concebido: sus palabras parecen dictadas por esa zona del cuerpo que acumula el potencial sexual y sensual. Son ideas para las que yo he inventado un nuevo adjetivo: testiculares.

Y hablando de testículos, hay quien se atreve a afirmar que el problema de la anatomía de Jon son los testículos: que hay hombres que poseen unos testículos situados de tal manera entre las piernas que alzan el miembro hacia delante provocando un efecto de duplicación de las verdaderas dimensiones. Yo creo que en esto, como en todo, hay mucha envidia. También se ha dicho que en la publicidad de esta sexta temporada han tenido que photoshopear lo que algunos, de manera francamente ordinaria, llaman “el bulto”, para que no distrajera a los espectadores del contenido real de la serie. ¡Por Dios! Si eso fuera cierto, parecería que ni los publicistas se han enterado muy bien de qué va el argumento. Qué mejor que los clásicos para explicarlo.

“Érase un hombre a una polla pegado,

 érase una polla superlativa,

 érase una alquitara medio viva,

 érase un peje espada mal barbado”. 

Eso es Mad Men.

Ese hombre, Don, prisionero de su miembro; ese hombre, de infancia traumática e identidad tramposa; ese hombre, Draper, maneja la oficina con la  polla, y en su vida personal es esclavo de ella, porque es una polla que no le permite ser leal, fiel o sentimental. Él quisiera serlo, pero no puede. Y sufre. Ese es el verdadero conflicto de su vida. Por lo demás, y ya en un orden de cosas más superficial, diré que las mujeres queríamos ver por fin un hombre que no se depilara el vello del pecho, que no estuviera musculado en exceso, un hombre maduro, que diera un giro definitivo a la tendencia al niñatismo que ha monopolizado el cine en las dos últimas décadas. Siendo una serie pudorosa en la muestra que de los órganos sexuales nos ofrece hay, sin embargo, en cada capítulo una lección sobre cómo se puede hacer una serie en torno al sexo sin mostrar casi nada. En eso, “Mad Men” es un clásico. Y Don, para que decirlo con otras palabras, es la polla. Tal vez esa fuera la verdadera razón por la que eligieron a Jon Hamm.

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