Crítica
La señorita Julia (2014), de Liv Ullman
Por Claudia Lorenzo
Como esta servidora que les escribe no reside ni en Londres ni, lamentablemente, en Nueva York, recibo con los brazos abiertos la noticia de que, una vez más, una cadena de cines ha decidido retransmitir determinados espectáculos de teatro de Broadway y el West End para disfrute de estos pobres que no podemos verlos en directo. No es lo mismo, diréis, y eso está más que claro. Pero menos da una piedra.
Comento esto del teatro grabado porque es el poso que deja la nueva obra de Liv Ullman tras las cámaras, un ejercicio de interpretación impresionante por parte de sus tres actores –Jessica Chastain, Colin Farrell y Samantha Morton-, un diseño escénico maravilloso que sitúa la Señorita Julia de Strindberg en Irlanda y una claustrofobia teatral propia del espectáculo escénico pero que, en ocasiones, limita el desarrollo de la obra.
La señorita Julia (Jessica Chastain) es la enigmática hija de un aristócrata. Atrevida, valiente, manipuladora y caprichosa, Julia decide hacer del criado de su padre (Colin Farrell) su propio juguete de la Noche de San Juan. Así flirtea con él, le ordena, utiliza su poder para someterlo ante su novia, la cocinera Kathleen (Samantha Morton), hasta que ambos acaban atrapados en una red dialéctica de secretos, mentiras, lujuria, seducción y culpabilidad. La narración, que transcurre a lo largo de esa noche, no se aleja nunca de los jardines de la mansión y el enfrentamiento se circunscribe mayoritariamente a la cocina y las habitaciones del servicio.
El ambiente frío contrasta con la calidez que Chastain intenta imprimirle a su discurso, en el que muta fieramente de señora todopoderosa y juguetona a joven sin control y confundida. Igualmente, el cambio de registro que sufre Farrell, los tira y afloja a los que somete y es sometido, demuestran el actor que siempre se ha encontrado bajo el tipo al que todavía cuesta perdonarle Cuento de invierno… Y después está Samantha Morton, esa actriz que se prodigado demasiado poco en la gran pantalla últimamente y que demuestra en este filme que es necesario que la veamos más, porque la contención de la que hace gala en alguna de las escenas del tercer acto es prodigiosa
Ullman tiene, como actriz que es, una especial maestría a la hora de dirigir a los tres intérpretes que se ponen bajo sus órdenes. Saca puro arte de ellos, visceralidad, honestidad, belleza. La encarnación de esas dudas en las que vivían, y muchas veces aún viven, las mujeres con poder, aquellas que por mucho que tengan, siempre tienen más que perder, es acertada. Julia vive en un mundo en el que se le dice que con sólo chasquear los dedos, se abrirá la Tierra ante sus pies. Sin embargo la soledad de la que hace gala demuestra que no es así, que es difícil sentir y dejarse llevar por lo que se siente, igual que es complejo ser contenida y parecer una estirada. Las clases sociales, claramente diferenciadas en la obra, dejan cada una un poso de rencor en sus embajadores. Julia odia la mentira a la que la somete su riqueza, John, el criado, odia la miseria a la que le somete la pobreza, la servidumbre. Kathleen, tal vez el personaje más conforme con el lugar que le ha tocado ocupar en la sociedad, odia las líneas mal definidas, los cambios, el no saber hacia dónde irá cada uno de los otros.
La señorita Julia es una obra con mucha tensión interna, y es por esa tensión que la limitación del espacio puede jugar en contra del producto cinematográfico. El cine, que puede limitar o expandir nuestra concepción del mundo expuesto en la gran pantalla, ahoga aquí una historia cuyas licencias artísticas son bellas –esas sombras que reflejan el éxtasis del pueblo- pero tal vez demasiado esforzadas. Aunque como recital de todo lo que puede dar de sí, aún, el talento de esa máquina del drama que es Jessica Chastain, La señorita Julia triunfa.