Crítica
El congreso (2013), de Ari Folman
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Muchas películas hablan del pasado del cine, otras tantas del presente, pero pocas lo hacen sobre el futuro. El congreso plantea la hipotética dirección que podría tomar la industria del cine en un distópico futuro, que no sólo afectaría a los profesionales del sector, sino que tendría consecuencias para el resto de la humanidad.
Su director, el israelí Ari Folman, toma como punto de partida el sistema de realización actual que se emplea en algunas superproducciones, rodadas íntegramente en estudios, sobre croma u otras técnicas, sin localizaciones ni decorados más que los que se diseñan por ordenador, en algunas casi prescindiéndose también de actores de carne y hueso, lo que puede resultar frío y artificial. Sin embargo, la técnica del motion capture, cada vez más perfeccionada, en la que se escanean y capturan los movimientos físicos, gestos faciales y se graban las voces de los actores para construir cualquier personaje que seamos capaces de imaginar, abre un nuevo horizonte lleno de posibilidades para los creadores. Gracias a la tecnología aplicada al cine, que ante las críticas han salido a defender cineastas como Martin Scorsese, James Cameron o Peter Jackson, podemos adentrarnos en esos mundos de una forma más envolvente, pero siempre combinando en el proceso los últimos avances cinematográficos con actores reales y con sistemas más artesanales, sin llegar a la deshumanización del cine delante de las cámaras. Precisamente, Folman se sirve de esa misma tecnología, porque no se posiciona en contra, solamente plantea lo que ocurriría si se rompiera el equilibrio y se llegaran a traspasar ciertos límites.
“Anticipa una dictadura mundial química dirigida por la gran industria farmacéutica. Escrito a finales de los años sesenta, el libro describe cómo ésta se hace con el control de todas nuestras emociones, desde el amor y los anhelos hasta los celos y el miedo más abyecto. Stanislaw Lem, considerado el mayor profeta y filósofo de la ciencia-ficción (con Philip K. Dick), no conocía el alcance de su visión al predecir el comienzo del tercer milenio” dice Ari Folman sobre la novela en la que está basada su película: “Congreso de futurología”, de Stanislaw Lem, publicada en 1971, que no está protagonizada por una actriz, sino por un científico explorador. “Solaris”, entre otras novelas de este mismo autor, fue adaptada al cine por Andréi Tarkovski y Steven Soderbergh.
Mezclando actores y localizaciones reales con animación, El congreso es una película dentro de otra. Cuenta la historia de la actriz Robin Wright, que recibe una extravagante oferta de Miramount (Miramax+Paramount), uno de los grandes estudios, ficticios, de Hollywood. Desde su aparición en La princesa prometida (1987), de Rob Reiner, la actriz ha tenido éxito en su carrera, sobre todo cuando era más joven, pero actualmente se encuentra en una etapa en la que, por diferentes factores, no le proponen tantos proyectos ni encuentra papeles interesantes. Se trata de un contrato, con validez de 20 años, que consiste en una especie de venta del alma al diablo: a cambio de una buena suma de dinero, la escanearían física y emocionalmente con la última tecnología digital, creando una nueva identidad que no envejecería y de la que ella no sería dueña, con la que el estudio podría hacer todo tipo de películas sin necesitarla nunca más, incluso aquellas que la actriz jamás hubiera aceptado hacer. Robin Wright tendría que dejar de ser actriz prácticamente para siempre, pero se le presenta como una oportunidad para empezar una nueva vida, una jubilación anticipada que le permitiría dedicarse a su hijo enfermo con el Síndrome de Usher. Un difícil dilema para ella. Robin Wright, que usa su nombre en la vida real para encarnar con más veracidad a este personaje en la ficción, un falso alter ego, no es solo la actriz protagonista, también es coproductora de El congreso.
La película abre un debate sobre si los personajes digitalizados pueden llegar a transmitir lo mismo que un actor de verdad y plantea la posibilidad de que estos avatares creados desde cero sin actores acaben sustituyéndoles en un futuro. Este reemplazamiento humano por lo sintético lo estamos viendo últimamente en decenas de películas de ciencia ficción, sobre robots, o en Her (2013), de Spike Jonze, etc. Pero Folman va más allá, pues plantea qué pasaría si pudiéramos “congelar” a los actores que quisiéramos para que, incluso después de haber muerto, continuaran haciendo películas con ellos, lo que podría tener, si nos paramos a pensarlo, otros usos aplicado a diferentes ámbitos de la vida. Además de la reflexión metacinematográfica, El congreso cuenta la historia de la lucha de una madre contra lo que no puede controlar, lo que no depende de ella, y de lo que se gana y se pierde al tomar grandes decisiones.
Se nota la pasión por el cine de Ari Folman en esta película, que a su vez trata sobre el ritmo frenético y en constante ebullición al que avanza, y sobre el fin del cine como lo conocemos o de su supervivencia. Algo así como lo que reflejó Ray Bradbury al final de “Fahrenheit 451” con la literatura. ¿O esa evolución tan radical, aunque suponga un peligro, no representa en el fondo la muerte del cine, sino un renacimiento del cine? Quizá se cerraría una etapa que quedaría obsoleta, semejante a lo que ocurrió con el cine mudo cuando llegó el sonoro, pero se abriría otra con infinitas posibilidades en la que las películas podrían ser experimentadas mejor que en un videojuego de realidad virtual, en vez de simplemente verlas y sentirlas, en la medida en que los humanos podemos hacerlo y la tecnología cinematográfica nos los permite. El congreso hace pensar en el cine encapsulado en una pastilla, comprimido en una fórmula química que nos da el poder de montarnos nuestra propia película proyectada en la mente. Como dice el jefe de Miramax: “En los sueños no te cobran derechos de autor ni de imagen”. Un futuro que nos recuerda que el desarrollo no va siempre ligado a un progreso positivo, como hemos comprobado a lo largo de la Historia. Distopía que hemos visto recientemente por ejemplo en Los juegos del hambre.
En el ojo de la tormenta (2014), de Steven Quale, que se estrena en España el mismo día que El congreso, ofrece al espectador la posibilidad de ver la película en una sala acondicionada con un sistema de nebulizadores, mientras se le echa aire con potentes ventiladores y se le salpica con agua en sincronía con los efectos especiales, de hecho a la entrada proporcionan un chubasquero. Hay cines en los que hasta las butacas vibran y se mueven ligeramente. Pero en El congreso no hay artificios que nos hagan sentir a nivel físico (emocionalmente sí, por supuesto), pero estimula la imaginación, que es más importante.
Destaca la colorida, onírica y caricaturesca animación, en gran parte dibujada a mano, que contrasta con su anterior película, Vals con Bashir (2008), más oscura, con una marcada personalidad propia pero también homenajeando al estilo de los hermanos Fleischer (años 30), de Tex Avery (años 50), de George Dunning (Yellow Submarine, 1968), incluso evoca a veces al cortometraje Destino, que surgió a partir de la colaboración entre Dalí y Walt Disney (proyecto que se empezó en 1946, pero fue terminado en 2003). Podría recordar lejanamente en algunas cosas a Simone (2002), de Andrew Niccol, protagonizada por Al Pacino y una digitalizada Rachel Roberts. También a las dimensiones paralelas de Las vidas posibles de Mr. Nobody (2009), de Jaco Van Dormael; a la relación entre el diseñador y su obra de Cool World (1992), de Ralph Bakshi; a la fantasía y algunos conceptos de El imagnario del Dr. Parnassus (2009), de Terry Gilliam; a la explosión de personajes y la deformación de la realidad de Paprika (2006), de Satoshi Kon; incluso al desdoblamiento de identidades de Holy Motors (2012), de Leos Carax, en la que hay una extrañísima y preciosa escena que hace referencia a la nuevas formas de hacer cine. También encuentro ciertas reminiscencias de Metropolis (1927), de Fritz Lang y de Matrix (1999), de los hermanos Wachowski. Y hay tantos guiños a otras películas (de Kubrick, de Lynch…), a personajes de cuento, a personas célebres del arte y sus mundos (Frida Kahlo, Picasso, El Bosco, Clint Eastwood, Elvis Presley…), a referentes religiosos de todas las épocas y culturas, y tantos detalles en los que fijarse, que se convierte en un tesoro para cinéfilos y amantes del arte en general. Respecto a la música, la estremecedora partitura de Max Richter se intercala con temas de Frédéric Chopin y Franz Shubert, junto a versiones de Bob Dylan y Leonard Cohen interpretadas por la propia Robin Wright.
Dan ganas de atravesar la pantalla y como en El mago de Oz o en Alicia en el país de las maravillas, meterse en ese universo, pero da miedo quedarse atrapado en él. El tiempo dirá si se convierte en una película de culto, pero merece serlo, ya que ha pasado por la taquilla discretamente. Será muy interesante volver a verla dentro de 20 años.
Terminados los créditos, se encendieron las luces de la sala y todavía no estaba preparado para salir a la calle, para regresar a la realidad, porque acababa de vivir un viaje alucinógeno sin moverme de la butaca, y eso agota. Y no hicieron falta gafas 3D ni otros trucos para meterme mejor en la historia. 120 minutos en los que no pude casi ni parpadear y que hicieron volar mi imaginación, lo que convirtió a El congreso en un trance cinematográfico, esos que suceden solo de vez en cuando. Hubiera sido un buen momento para digitalizarme.
“El congreso es, ante todo, una fantasía futurista, pero también es un grito de socorro y de nostalgia por el cine que todos conocemos y amamos”, Ari Folman.