Crítica
Nunca es demasiado tarde (2013), de Uberto Pasolini
Por Rau García
Cuando todavía me estoy recomponiendo del viaje galáctico que me hizo experimentar Interstellar, ahora llega esta película que también me ha removido por dentro y que, estando a años luz de la de Nolan en argumento o presupuesto, sí que tienen algo en común, y es que ambas nos ponen en contacto con lo desconocido y con lo que sin embargo convivimos, que nos intriga, que nos maravilla y/o nos aterroriza al mismo tiempo. Una explora, como punto de partida, la posibilidad de supervivencia de los humanos en un hipotético lugar que no sea la Tierra, pues nuestro planeta ya está agonizando y cada vez se hace más difícil la vida en ella. La otra trata sobre la supervivencia de la bondad en un mundo, o una sociedad a veces envenenada de egoísmo y pobre en solidaridad. El protagonista de Nunca es demasiado tarde, a su manera, salva a parte de la humanidad, con la diferencia de que estos ya han fallecido, pero les rescata del olvido, de desaparecer sin dejar una huella en el mundo y de la ausencia de un recuerdo y de una última ceremonia de despedida sea cual sea su credo o religión. Es un superviviente, una buena persona, de las que hay muchas, seguro, pero que quizá no lo demostramos siempre, porque lo más práctico es ser insensible ante según que temas, para no complicarse. Precisamente Nunca es demasiado tarde hace una crítica a la falta de compasión de las personas que se ponen una venda para no enterarse de lo que no nos conviene, o una coraza para no sentir dolor (defectos, por otro lado, que son im-perfectamente humanos), para evitar pasar por el mal trago de una muerte ajena, sea o no la de un ser querido, la de alguien que significó algo importante en nuestra vida o la de un desconocido. Trata sobre la incapacidad de perdonar y reconciliarse con personas de nuestro pasado en esa última oportunidad (ya fuera de tiempo, pero… nunca es tarde, como indica el título) para despedirse y hacer las paces. Sobre la inutilidad del rencor cuando llega la hora final de quienes nos hicieron daño y por ello hicimos como que no existían cuando aún vivían. De no querer involucrarnos emocionalmente más allá de nosotros mismos y del entorno más cercano que nos rodea. Y nos recuerda lo fugaz que pasa la vida y lo vulnerables que somos ante la muerte, pero sin causarnos temor, sino de una forma sana.
“La calidad de nuestra sociedad se juzga por el valor que otorga a sus miembros más débiles, y ¿quién es más débil que un muerto? Nuestra forma de tratar a los muertos es un reflejo de cómo nuestra sociedad trata a los vivos. Y en la sociedad occidental parece fácil olvidar cómo se honra a los muertos. Estoy convencido de que el reconocimiento de las vidas pasadas es algo fundamental para una sociedad que se pretende civilizada”, reflexiona Uberto Pasolini. A pesar de esto, no es una película pesimista, todo lo contrario, transmite la paz y contagia la buena voluntad del personaje.
Las dos películas nos hacen asomarnos a un abismo, poner un pie en el más allá (distintos, eso sí), o en el más acá, según se mire, y nos hacen sentir microscópicos en el universo, pero no insignificantes en la vida, en toda la dimensión de la palabra. Una nos transporta a un espacio/tiempo lejano, nos lleva a limites hoy inalcanzables, y nos muestra que, a veces, para cumplir un super-objetivo del que depende la humanidad entera hay que renunciar a lo que más valoramos en la vida como individuos. Esto es la idea del sacrificio, pero pocos nos veremos en esta remota tesitura; la otra nos enfrenta con lo que nos incómoda, la muerte, más cercana para unos que para otros, pero que tarde o temprano nos alcanzará a todos por igual. En esta película también hay sacrificio, porque su protagonista se está perdiendo una serie de cosas por entregarse tanto a un trabajo que exige mucho, pero lo hace porque da prioridad al bien general de los más necesitados (aunque ya estén muertos) antes que al suyo propio, y esto es muy poco común. Por todo esto, como ocurre con las buenas películas como estas, no importa tanto dónde, cómo y cuándo transcurran, que también, sino el viaje hacia nuestro interior y las preguntas existenciales, más que las respuestas, que durante el trayecto se nos plantean.
Still life, coproducción entre Italia y Reino Unido, ha sido titulada al español con un nombre que despista y pierde fuerza en su significado, pues parece el de cualquier comedia romántica americana, pero no lo es en absoluto. Hay amor, pero en un concepto más amplio (como en Interstellar, por cierto). Cuenta la historia de John May, un funcionario de la administración local de un distrito al sur de Londres, al que da vida el actor Eddie Marsan, que se ocupa de localizar a los parientes más próximos de aquellos que han muerto solos. Pero no se queda en su labor, sino que se preocupa personalmente de que estos difuntos tengan un funeral y se asegura de que reciban una digna sepultura, si sus más allegados no quieren hacerse cargo. Un día recibe una inesperada noticia que rompe su rutina y hace tambalear su tranquila y ordenada vida que le cuesta abandonar, pues su trabajo es el refugio que equilibra su soledad, pero este cambio, que no lo es tanto, en realidad solo se trata del enfoque o la energía con el que lo afronta, se convierte en una oportunidad que le empujará a relacionarse en el mundo de los vivos. Su camino se cruzará, entre otros, con Kelly Stoke, interpretada por Joanne Forggatt.
La caligrafía del cartel italiano recuerda a la de René Magritte en el cuadro “Ceci n´est pas une pipe”, por ejemplo, con el cielo y las nubes de otros de sus cuadros. John May, así como la atmósfera y los apagados tonos pastel del arte y de la fotografía de la película parecen estar inspirados, en una pequeña parte, en el mundo de este pintor. Sin embargo, el cartel español no hace justicia a esta película tan especial.
“La idea de las tumbas solitarias y los funerales desiertos me llamaba mucho la atención”, explica Pasolini sobre la poderosa imagen que le impulsó a escribir el guión para lo que pasó varios meses documentándose, visitando casas de personas recién fallecidas junto a funcionarios locales de la vida real, asistiendo a funerales, cremaciones, etc. “Empecé a pensar en la soledad y en la muerte, y en lo que significa formar parte de una comunidad, y en cómo el concepto de vecindad ya no existe para mucha gente. Escribiendo el guión me sentí culpable de no conocer a mis vecinos ni la comunidad en la que vivo. Por primera vez fui a la fiesta de mi calle, porque quería participar en ese pequeño intento de crear un vínculo entre vecinos”. Por tanto, con esta película Uberto Pasolini nos anima de algún modo a fraternizar, incluso con los desconocidos, un término que en la teoría es muy idílico, pero que aplicamos poco. También nos enseña que las personas como John May son necesarias en diferentes ámbitos de la sociedad. Hacen un trabajo que no es agradable, pero que alguien tiene que hacer, y tratándose de algo así es comprensible que haya quien decida tomárselo de manera estrictamente profesional, sin implicarse, deshumanizando un poco el trabajo para llevarlo mejor. Alguna vez he escuchado el testimonio de los que trabajan en el sector y hay quien dice que al principio es duro, pero se acaban acostumbrando. Pero John May es un caso aparte, él está enamorado de su oficio, del que además es dependiente, y tiene la convicción de que está realizando una buena acción. Y no solo eso, sino que le hecha horas extra buscando a las familias o amigos de los difuntos, o bien averiguando qué música, por ejemplo, les hubiera gustado que sonara en su funeral o donde deseaban que esparcieran sus cenizas. Un trabajo en el que las personas a las que sirve forman parte de su vida irremediablemente.
Es increíble que esta sea la primera película como protagonista de Eddie Marsan, actor tan peculiar y de consagrada carrera en cine y series de televisión, que ha trabajado con directores como Scorsese, Spielberg, Iñárritu o Malick, y que con sus rasgos lo mismo puede hacer de un santo como de un tipo peligroso. En esta película, en la que predomina la economía de la palabra, siendo más importante la imagen y el silencio para contar, Marsan hace algo muy difícil, aunque hace que parezca lo contrario: una interpretación gestual minimalista y un lenguaje físico extremadamente sutil, haciendo de su personaje un tipo corriente, pero con un punto excéntrico, gris y luminoso al mismo tiempo.
Recién terminada la película, durante los créditos, suspiré profundamente y me quedé totalmente desmontado en mi butaca. Tras recuperarme de la bofetada cinematográfica, efecto que sentí ante la belleza y la crudeza de la historia que acababa de presenciar, me pregunté de dónde había salido este cineasta romano de apellido tan familiar para los amantes del cine (pero no, no tiene nada que ver con Pier Paolo Pasolini, sin embargo es pariente de Luchino Visconti). Sin saberlo, como le pasará a más de uno, ya había visto algo suyo y admiraba su trabajo. Uberto Pasolini es el productor de películas independientes como Full Monty o Palookaville. Nunca es demasiado tarde es su segundo largometraje como director. También hay que destacar el trabajo del director de fotografía, Stefano Falivene (que demostró su maestría por ejemplo en Life Aquatic, de Wes Anderson). Bueno, y de todo el equipo de arte, compositora de la música para la banda sonora, etc., porque es una película hecha de pequeños detalles, cuidados al milímetro.
Otras películas preciosas que se han adentrado con solemnidad pero también con sentido del humor en estos sentimientos y valores, como la fase de duelo o el respeto a los muertos, son Despedidas (2008), de Yôjirô Takita, en la que se dignifica el oficio de tanatopractor, pero siguiendo el ritual que se practica en un pequeño pueblo de Japón, que no tiene nada que ver con el procedimiento funerario occidental. Curiosamente, la película de Uberto Pasolini tiene alguna relación con lo oriental, pues el cineasta afirma que sus principales referencias fueron las últimas películas de Yasujiro Ozu en cuanto a lo visual, al ritmo pausado y a lo cotidiano implícito en ellas. Sobre el recuerdo está Last Orders (2001), de Fred Shepisi, protagonizada por un reparto inmejorable, en el que unos amigos de toda la vida emprenden un viaje para cumplir la última voluntad de uno de ellos que acaba de fallecer. También A propósito de Schmidt (2002), de Alexander Payne, dura y cómica al mismo tiempo, retrata a un señor al que se le muere su mujer, y de cómo afecta a su vida y a la de su familia a partir de ese momento. O una visión más íntima, amarga y nostálgica, La habitación verde (1978), de François Truffaut, en la que un periodista que se encarga de redactar necrológicas en un periódico, después de quedar viudo, se obsesiona con mantener vivo el recuerdo de su difunta esposa. Nunca es demasiado tarde (Still Life) es una joya, amable, pero que nos hace recapacitar profundamente, que se une a esta lista de películas verdaderamente inolvidables.
En lo que menos se parece Interstellar a Still Life, aparte de lo evidente, es en la distancia que hay entre el espectador y la historia que se cuenta, y que la primera tiene fervientes devotos y detractores, y la segunda conecta con todos, aunque no tenga nada de espectacular. La enrevesada Interstellar me dejó extasiado, sudando (en broma digo que perdí un kilo o dos de la emoción), porque entré en la película de lleno y enseguida me metí en la piel de Cooper, experimentando esta aventura en la medida que me lo permite mi capacidad de abstracción para olvidarme de que estaba en una sala de cine. Como me pasa cuando miro al cielo estrellado en una noche tranquila y empiezo a preguntarme cosas, me colapsé ante tanta información fascinante que se me escapaba, pues cada frase, concepto, imagen o situación me hacia alucinar. La sencilla Nunca es demasiado tarde me dejó muy frío, en el buen sentido, porque morir solo, como le ocurre a las personas con las que trabaja John May, es algo muy triste que en el fondo le puede pasar a cualquiera, aunque tengamos una familia unida y numerosos amigos, la vida da muchas vueltas. Rápidamente sentí empatía con este señor tan puro de corazón y capté las hermosas metáforas de la película. Me dejó echo polvo, pero gracias a eso salí del cine mirando todo y a todos de otra manera. El mensaje o la lección de Uberto Pasolini llega al alma.