
Rodaje de la pelicula “Gary Cooper que estas en los cielos” Dirigida por Pilar Miró y interpretada por Mercedes Sampietro y Jon Finch. Foto: Marisa Florez.
Por Diego Galán
El cine español está de enhorabuena. Este año ha conseguido una cuota de mercado del 25,5%, cifra que no se recordaba desde la noche de los tiempos. Y aunque todavía existe en nuestro país la manía de contabilizar el éxito por el dinero ingresado en taquilla y no por el número de espectadores, la noticia es estupenda. Y digo lo de la contabilidad porque el precio de las entradas ha ido aumentando a través del tiempo y no puede compararse hoy la recaudación de, por ejemplo, 8 apellidos vascos con la que en su día obtuvieron El último cuplé o Marcelino pan y vino, películas que rompieron las taquillas cuando el público iba en masa al cine; permanecieron en cartel en los locales de estreno durante algo más de un año, recorrieron luego las salas de reestreno por todo el país, y finalmente aparecían con frecuencia en aquellos añorados programas dobles. No existía entonces el llamado control de taquilla y las comparaciones son solo posibles a ojo, pero suena a excesiva la frase que se está repitiendo a propósito de 8 apellidos vascos: “la recaudación más alta de la historia de un film nacional”. No hace falta.
Contaba Berlanga con su habitual sarcasmo que un exhibidor le había confesado que el público acudía a su cine porque se habían instalado unos aseos muy modernos y apetecía hacer en ellos las necesidades básicas, y que ese era el secreto de las colas que se formaban ante sus taquillas.
Pero no seamos aguafiestas. El cine ha contado este año con mayor asistencia de público que en ejercicios anteriores y eso es un triunfo. No obstante, si nos fijamos, bastantes de las películas españolas que se destacan por su calidad en este número de La Crítica apenas han reunido a un número suficiente de espectadores para ser consideradas un éxito; incluso algunas de ellas ni siquiera se han estrenado en salas o lo han hecho de forma casi anónima, según rezan los datos oficiales del ministerio de Cultura, que aunque no son totalmente de fiar son los únicos de que podemos disponer. Según el ministerio ¡Zarpazos!, un viaje por el Spanish Horror ha tenido solo 15 espectadores; Edificio España, 158; Paco de Lucia: la búsqueda, 3.500, y la flamante Concha de Oro del último festival de San Sebastián, Magical Girl, apenas 21.000, algo similar a lo ocurrido con otros premios; parece claro que los galardones en festivales no son ya un aliciente para el público. Cierto es que 8 apellidos vascos ha sido vista por unos 10 millones de espectadores y que otras películas han contado este año con sonora aceptación: Torrente 5 operación Eurovegas, La isla mínima, El niño, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el cachondo, la coproducción con Argentina Relatos salvajes… pero las quejas de productores y exhibidores, aunque suavizadas por el espejismo del éxito, no han dejado por ello de oírse.
Este año las quejas se han basado, y con razón, en la flagrante enemistad mostrada por el gobierno del PP contra el mundo de la cultura en general, y del cine en particular.
Alguien podrá decir de inmediato que siempre ha sido así y que no ha habido época sin llantos, ni siquiera aquella del esplendor dorado, cuando no había en los hogares televisión ni vídeo que hicieran competencia, ni siquiera calefacción, es decir, los tiempos de El último cuplé. Contaba Berlanga con su habitual sarcasmo que un exhibidor le había confesado que el público acudía a su cine porque se habían instalado unos aseos muy modernos y apetecía hacer en ellos las necesidades básicas, y que ese era el secreto de las colas que se formaban ante sus taquillas.
Aun así, desde años atrás se ha venido justificando la menor repercusión de las películas españolas por la agresiva colonización de la industria de Hollywood. Así lo ilustraba un anuncio ¡de 1933!
Dicha colonización sigue existiendo y es además universal, pero parece que nos hemos acostumbrado a ella, porque ha pasado a un segundo plano de atención. Este año las quejas se han basado, y con razón, en la flagrante enemistad mostrada por el gobierno del PP contra el mundo de la cultura en general, y del cine en particular. Lo demuestra su pertinaz resistencia a establecer la Ley de Mecenazgo que siempre amaga pero no acaba de concretarse en una normativa fértil. Y la escandalosa bajada en las aportaciones económicas al cine –de 49 millones de euros en 2012 se ha pasado este año a 33,7, lo que imposibilita incluso que el propio Estado pague sus deudas con el sector. A todo ello se añade el ya consabido aumento del IVA en el precio de las entradas, del 8 al 21%, convirtiéndose en el más alto de Europa. Por si fuera poco, las despectivas declaraciones del ministro de Hacienda respecto al cine español o la ausencia del ministro de Cultura en la entrega de los premios Goya no han hecho sino irritar aún más a los representantes de la precaria industria española del cine. Tanto es así que hace unos meses dimitió Susana de la Sierra, la directora general del ICAA (Instituto del Cine y las Artes Audiovisuales), tirando la toalla al no poder resolver ninguno de los problemas pendientes.
¿Pero alguna vez fue distinto? Desde luego que sí, al menos en lo que se refiere a la atención prestada por las autoridades. Cada época tiene sus propios problemas y no caben comparaciones automáticas, pero durante el primer gobierno socialista (1982-1986) la atención al cine fue muy destacada, especialmente con el nombramiento de Pilar Miró como Directora General de Cine (que ella convirtió en el actual ICAA, es decir, un departamento con mayor autonomía), cuya gestión se vio apoyada por buena parte de la industria. No en vano ésta había participado en el Primer Congreso Democrático del Cine Español celebrado en 1978 en el que se concretaron buena parte de las soluciones a la sempiterna crisis del gremio: Subvenciones anticipadas de hasta el 50% del coste de una película, sin abandonar por ello las subvenciones sobre rendimiento en taquilla, normas que ayudaron mucho a los nuevos cineastas (con ellas crecieron, entre otros, Pedro Almodóvar y Fernando Trueba, y se auspiciaron películas de directores veteranos); promoción internacional especialmente a través de los festivales, junto a semanas monográficas sobre el cine español en todo el mundo; acuerdo con TVE para coproducir películas; empuje a la Filmoteca Española como salvaguarda del patrimonio; eliminación de las películas clasificadas como S (¿recuerdan?, aquellas que podían “herir la Sensibilidad del espectador”) y autorizar en su lugar las salas X, dedicadas al cine porno; suprimir la censura para menores en la clasificación por edades convirtiéndola en meras recomendaciones, excepto para las películas X; dejar en vigor la cuota de pantalla (obligación de proyectar un determinado número de películas españolas, más tarde europeas), lo que levantó las iras de la industria de Hollywood. Esto y más es lo que se llamó “la ley Miró”, que a pesar de ciertas controversias fue una revolución en aquella España de la transición. Lo que se pretendía era adaptar la producción del cine español a la normativa europea, ya que España iba a pertenecer por fin a su Comunidad. Se tiene tan buen recuerdo de las consecuencias del Congreso de 1978 que actualmente gran parte de la industria cinematográfica está tratando de organizar uno nuevo que, como aquel, establezca las bases de una nueva regulación acorde con nuestros tiempos.
La eclosión de las películas de Almodóvar en todo el mundo es el mejor signo de los cambios vividos.
Hubo, sin embargo, productores que protestaron contra “la ley Miró” al ver que desaparecían las ayudas a las películas comerciales que mantenían viva la industria, mientras que hubo otros que hacían trampa al dar por suficiente el 50% que recibían como ayuda sin aportar ellos el restante 50%. Siempre hay pícaros, parece inevitable, pero todas estas normativas posibilitaron, entre otras cuestiones, que cada director tomara las riendas de su propia película sin la tutela, a veces enojosa, de la figura del productor, tema al que la directora de cine Pilar Miró era muy sensible por su propia experiencia.
Aunque ya se iba imponiendo el vídeo casero y se cerraban salas de cine, también hubo en aquel tiempo grandes éxitos de taquilla. Algunas películas superaron el millón de espectadores, entre ellas Deprisa, deprisa, La vaquilla, El Pico, La muerte de Mikel, Los santos inocentes, Se infiel y no mires con quién… y Volver a empezar, primera en obtener el Óscar al mejor filme de habla no inglesa, galardón al que se sumaron el Oso de oro en Berlín a La colmena, el Oso de plata a El año de las luces, el premio de interpretación masculina en Cannes a Los santos inocentes… Fue una época estimulante. El principio era clarísimo: “El Estado no puede ni debe permanecer insensible ante una producción cultural como es el cine.” Conviene recordarlo hoy que está ocurriendo precisamente lo contrario.
Ha llovido desde la transición y lógicamente el cine español se ha ido transformando. Han sido superadas muchas cuestiones que en época de la Miró eran de urgente solución, que hoy se ven como algo normal. La eclosión de las películas de Almodóvar en todo el mundo es el mejor signo de los cambios vividos. Y la participación de televisiones privadas en la producción de películas ha desarrollado un sistema publicitario hasta ahora desconocido, que no es ajeno a los éxitos de este año. Pero lejos siguen aún la condiciones deseables para el desarrollo de la industria cinematográfica. Las dificultades continúan a pesar del exitazo de este año. Y no hay que olvidarlo, para que no acabe en simple espejismo.
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