La edad de la inocencia (1993), de Martin Scorsese
Por Raquel Garzón
New York 1870’s: chico enamorado de chica apura su compromiso, justo cuando vuelve a la ciudad la despampanante prima de su novia (imagine aquí a Michelle Pfeiffer), separada de un conde europeo que la maltrata y del que ha huido gracias a la ayuda poco sancta de un secretario, y todo lo que era ordenado, previsible y acorde con la pulida educación de las mejores familias, se vuelve flamígero, excesivo, inestable, prohibido, doloroso. Ella es diferente, libre, nada convencional. Se enamoran. Hay habladurías, intereses cruzados y también, toneladas de rosas amarillas, despedidas vestidas de hasta luegos, besos robados dentro de carruajes, encuentros clandestinos en museos, miradas cómplices en la ópera y vendavales que se soportan aferrando contra el viento el bombín.
Ha sido el mismísmo Abraham Lincoln, una metamorfosis que le valió el más reciente de sus tres premios Oscar como mejor actor, y también Christy Brown, el artista irlandés discapacitado que protagoniza “Mi pie izquierdo”, un papel que le ganó admiración internacional, pero para mí –sin desmerecer a ninguna de las criaturas a las que les ha prestado la piel– Daniel Day Lewis será siempre Newland Archer, el joven abogado que renuncia al amor de su vida en “La edad de la inocencia”.
Se dice fácil, pero narrar el entuerto le lleva dos horas veinte a Martin Scorsese (New York, 1942), más avezado y cómodo entre tiroteos y bandas, que desenfundando los múltiples salones y banquetes a los que lo obliga este fresco aristocrático de fines del siglo XIX (nominado a cinco Oscar y ganador del correspondiente a Mejor diseño de vestuario), basado puntillosamente en la novela homónima de Edith Wharton. Deliciosamente cuidada, cada imagen de la película es trabajada con la textura y los colores de una pintura de época (aunque los cinéfilos hayan descubierto en ellas varios derrapes temporales: el Vals del Emperador, de Johann Strauss, que acompaña uno de los bailes iniciales, no fue compuesto hasta 1889, por ejemplo).
La violencia, sin embargo, existe, sólo que los gángsters aquí se visten de etiqueta para la cena, y es allí donde hay que buscar el interés del veterano director de “Taxi Driver”, “Casino “y “Gangs of New York”, tres de sus 54 títulos, por narrar esta historia. ¿Qué más cruento que asumir como propios e incuestionables los dictados de una sociedad de doble faz, que separa los sentimientos del hacer y cuyas leyes por ejemplo, permiten un divorcio que las costumbres condenan?
“¿Cree usted que una mujer merece la misma libertad que un hombre?”, pregunta a Newland, puros de por medio, uno de los más conspicuos miembros de ese statu quo. “Pues sí, lo creo”, contesta él y sin embargo, cuando debe aconsejarla sobre su eventual divorcio, lo hace de tal modo, que ella renuncia al derecho para que nada empañe el pedigrí de un linaje que compartirán. Error que ambos pagan con sangre.
Scorsese, ganador de un Oscar como mejor director en 2006 por “Infiltrados”, dedica el filme a su padre, Luciano Charles, muerto ese año y actor en varios de sus títulos, y nos conduce hábilmente por los recovecos del relato, ayudado por la narración en off de la actriz Joanne Woodward (recurso que subraya la sensación de que oímos una historia muy lejana).
La voz aterciopelada es fiel a la prosa de Wharton, quien no pierde ocasión para marcar una clave de interpretación de ese universo: la distancia que existe entre lo que se muestra y lo que es, un “mundo jeroglífico” en el que lo que sienten de verdad los personajes nunca se dice, hace o piensa y es sólo representado por un puñado arbitrario de signos.
“Me diste el primer destello de una vida real y después me pediste que siguiera delante con una vida falsa. Nadie puede soportar eso”, le reclama Newland a Ellen Olenska (tales las señas de Pfeiffer), en un breve reencuentro. “Yo lo estoy soportando”, le retruca ella. Para entonces él ya está casado con May Welland (Winona Ryder), una jovencita presuntamente cándida y falta de imaginación, que sabe del asunto bastante más de lo que todos sospechan.
La escena que sella su suerte es el diálogo entre May y Newland en la biblioteca de la casa de ambos, cuando ella le cuenta que espera su primer hijo y él descubre cómo y por qué en las últimas dos semanas se ha desbaratado su posibilidad de escape: sabiéndolo antes que él por su esposa, Ellen ha decidido regresar sorpresivamente a Europa. Y él nada puede hacer: elige cumplir con su deber, honrar su educación y renunciar a su felicidad.
Veintiséis años después, viudos ambos, París parece escenario de una posible revancha: Ted, su hijo mayor próximo a casarse, ha concertado una cita con la condesa, benefactora de su prometida durante los estudios de ella en la ciudad. Arrastra a su padre hasta la puerta del edificio donde vive Ellen. Cada vez que veo el filme, confieso, lo hago con la secreta ilusión de que Newland rescriba su vida y suba al tercer piso, a sentarse frente al fuego, junto a ella.