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Crítica

Regreso a Ítaca (2014), de Laurent Cantet

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Produce un especial cariño ver a cinco integrantes de una generación veterana recordar su juventud mientras citan Conversación en la catedral, tararean el Aquellas pequeñas cosas de Serrat o bailan al ritmo de California Dreamin’ de The Mamas and the Papas. Produce cariño porque, cuando nuestra generación alcance los cincuenta o sesenta, probablemente la cultura ya no sea tratada como referente de tiempos pasados, más allá de los cuatro o cinco momentos pop que hemos tenido. Probablemente no vayamos a quedar para citar a Vargas Llosa o declamar de memoria poemas de nuestra juventud. Hay un encanto especial en ver cómo el alma revolucionaria, la conciencia política y la pasión por el futuro, la creencia en que años mejores vendrían, se entrelazó en una época con el estímulo cultural, la pasión por las artes. Esa sed de conocimiento y de cambio se ha perdido, o al menos se ha perdido la naturalidad con la que la alimentación del espíritu era necesaria para la vida, pero también placentera. La cultura a día de hoy es interés de unos pocos –o al menos eso intenta propiciar la sociedad en la que nos movemos-, y hay mucha impostación. Pero hubo un momento, y una generación, que leía, veía y escuchaba simplemente para gozarlo.

Ése es tal vez el mayor encanto y la mayor pena de Regreso a Ítaca, última película de Laurent Cantet, coescrita con Leonardo Padura e inspirada en su libro La novela de mi vida: su desgarradora nostalgia. Retrato de una generación que creyó en la revolución cubana y que se llevó, a golpes de miedo, el chasco de su vida, la historia tiene lugar en una azotea de la Habana a lo largo de una noche. Cuatro amigos, Tania (Isabel Santos), Eddy (Jorge Perugorría), Rafa (Fernando Hechevarría) y Aldo (Pedro Julio Díaz Ferrán), reciben al quinto en discordia, Amadeo (Néstor Jiménez), exiliado en España durante 16 años, que vuelve por primera vez a Cuba. Lo que se prometía un reencuentro melancólico y feliz se transforma en una discusión de la sociedad, la política y la vida en la isla, mientras vuelan los reproches hacia Amadeo, su repentina salida del país y su ausencia constante durante esos años.

La película son 95 minutos de charla entre amigos, de recuerdos de lo que se fue y de lo que se podía haber sido, además de una crónica de las últimas décadas en Cuba y del poder de la fe en el cambio que nunca llegó. Precisamente por ser un filme con un importante peso en el diálogo, muchas de las frases, sobre todo en el inicio, resultan forzadas, literarias y poco espontáneas. Los actores suenan impostados en algunos casos, precisamente porque tienen que dar réplicas que pueden tener sentido y quedar bien en un papel pero que no salen de ellos naturalmente. La película pierde fuelle cuando estos casos se mezclan con las discusiones de los temas importantes: la marcha de Amadeo, la situación laboral de los que se quedaron o las nuevas generaciones.

Sin embargo, cuando el guión parece que sale de las entrañas de los personajes, cuando las recriminaciones sinceras y dolidas hacen acto de aparición, o lo hace el cariño por una tierra que se puede dejar atrás pero que nunca se abandona, el argumento se enriquece. Historia de una generación y de un país, los cinco amigos pasean a la audiencia por los diferentes puntos cardinales de la situación cubana, desde el colega que admite que la revolución le robó los sueños pero no la vida, hasta el artista que dejó de pintar por dolor, el escritor que no es capaz de explicar por qué ya no puede juntar letras o los padres que dudan, día tras día, sobre cómo proporcionarles un mundo mejor a sus hijos. La naturalidad de los altibajos en el último tercio de la película deja con mejor sabor de boca unas discusiones que van, que vienen, que vuelven y que en algunos momentos se repiten. Pero es esa sensación de pesadez, de haber estado ahí, discutiendo con amigos y girando una y otra vez sobre el mismo tema, lo que enriquece gran parte de la charla final.

Otro asunto que merece la pena discutir es un problema de caracterización que resulta lastimoso. El hecho de que las mujeres, las actrices en el caso que nos ocupa, se vean obligadas a recrear una segunda juventud en sus cuerpos dados los cánones de hoy en día y la escasez de roles de enjundia para mayores de 40 hacen que cualquier intérprete con la oportunidad de agarrarse a Tania, una mujer que viene cuando los demás aún van, salte de alegría. E Isabel Santos hace un gran trabajo recreando las contradicciones de esta mujer, sus miedos, lo que la reconcome por dentro, lo que guarda después de años, los temas a los que no puede dejar de referirse porque le duelen, o la furia que siente hacia todos, incluso sus propios amigos.

Ahora bien, es complejo creerse el hecho de que esta mujer, brillante, contradictoria y luchadora, a veces no tiene dinero para comer, ir a visitar a sus hijos a Miami o vivir día a día, cuando su cara registra muy visiblemente operaciones estéticas.

El asunto de la cirugía estética, sobre todo en los últimos tiempos, ha venido aparejado de una especie de linchamiento virtual, de una creencia en masa de que la gente tiene más derecho a juzgar la decisión que una mujer toma sobre su cuerpo que la propia mujer. Hay muchas razones por las que alguien decide someterse a este tipo de operaciones, y no todas son de nuestro conocimiento. Sin embargo, algo queda claro cuando hablamos de actores y actrices que necesitan jugar con su físico, su cara y sus gestos para hacernos creer: gran parte de la expresividad se muere cuando entra el bisturí. No es un hecho exclusivo de las actrices, tipos como Robert Redford, Michael Douglas o Rob Lowe han sufrido lo mismo, una pérdida de las gestualidad como consecuencia de una decisión que intenta mantenerlos jóvenes en una industria en la que la vejez no existe pero en la que la expresividad es esencial. El hecho de que muchas de las operaciones, además, dejen rostros muy parecidos entre sí no ayuda nada.

Por eso, si bien Santos hace un buen trabajo en Regreso a Ítaca, es complicado creerse sus dificultades económicas. La cirugía estética como solución a las demandas sociales de veinteañeros perennes es algo que deberíamos plantearnos todos como miembros de dicha sociedad. Nadie se opera el rostro porque sí, sino que el deseo, o la necesidad, viene determinada por un contexto. Debemos dejar de juzgar a los interpretes en base a su belleza externa para valorar la calidad de su trabajo y la ventaja que supone ser testigos del paso del tiempo sobre una cara que transmite, a través de sus arrugas y recovecos, las vivencias de dicha persona y del personaje que interpreta. Así, no viviríamos situaciones como la de Regreso a Ítaca, un esfuerzo loable por comentar la situación cubana ahora que inicia una nueva etapa en su historia, que se pierde en algunos momentos por la caracterización.

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