Crítica
Nuestro último verano en Escocia (2014), de Andy Hamilton y Guy Jenkin
Por Claudia Lorenzo
Tiene Nuestro último verano en Escocia un giro argumenta arriesgado a mitad de película que hace complejo escribir una crítica sin referirse a él. Sin embargo, se intentará, porque es uno de esos momentos que merecen la pena ver sin saber.
Ácida, en ocasiones hasta la corrosión, pero con unos diálogos descacharrantes –muchos de los cuales están en boca de los tres grandiosos niños protagonistas- la película cuenta la historia de Abi (Rosamund Pike) y Doug (David Tennant), un matrimonio en horas bajísimas que viaja a las Tierras Altas de Escocia en vacaciones para celebrar el cumpleaños de Gordie (Billy Connolly), el vividor padre de Doug y abuelo de los tres hijos de la unión: Lottie (Emilia Jones), Mickey (Bobby Smalldridge) y Jess (Harriet Turnbull).
Cuando muchas veces se escucha a los guionistas o directores la división que hacen a la hora de centrarse en personajes o en tramas cuando crean un guión, parece difícil ver la diferencia: una historia se engrandece por quienes la viven, y aquellos que la viven se convierten en algo extraordinario por la historia que interpretan. Nuestro último verano en Escocia es, sin embargo, un vivo ejemplo de lo que unos personajes buenos y construidos pueden hacerle a un relato familiar que puede parecer más monótono de lo que es. Precisamente porque entendemos de dónde viene y a dónde va cada uno de ellos, entendemos perfectamente las decisiones que toman y el desarrollo de la acción. Es la tridimensionalidad de todos ellos lo que nos hace seguir enganchados después del susodicho momento, ése que divide la película que empezaba y aquella que termina.
Da gusto ver a pesos pesados británicos como Pike y Tennant tomándose un respiro de personajes torturados y abrazando aquí el caos, la ligereza y, sobre todo, la comedia que provocan las situaciones más pequeñas con las consecuencias más grandes. Su facilidad para relajarse en pantalla y encarnar a una pareja que ha perdido chispa pero que no ha perdido todo el cariño es testimonio de lo buenos que son ambos. Viendo a tremendos desastres parentales en pantalla, su forma de educar y su forma de querer a los hijos, se entiende la personalidad arrolladora que tiene cada uno de ellos, desde la racional Lottie, que añora volver a ver a su abuelo para hablar con alguien que de verdad entienda el desorden emocional de su casa, hasta la arrebatadora y ladrona Jess, pasando por el terrorista y curioso Mickey. Ellos no son “los niños”, sino que son entidades fuertes en el filme.
Y para entidad fuerte, el magnetismo de Billy Connolly, el más escocés de los escoceses, un personaje con un pasado que se referencia pero que nunca se detalla, un aventurero, un vividor, un disfrutón de la vida, el patriarca que sólo desea que sus descendientes sean tan felices como él lo ha sido. Connolly arrastra la historia hasta Escocia, una tierra igual de trágica que apasionada. Como demuestran esta película y la serie Outlander, pocos lugares en el mundo son tan bellos y fotografían tan bien como las Tierras Altas y, como el director que se recrea en Nueva York o París, aquí los guionistas y directores Andy Hamilton y Guy Jenkin abrazan los paisajes mostrándolos como el lugar ideal para disfrutar de la familia y las travesuras.
Al final el mensaje de Nuestro último verano en Escocia es ése. Merece la pena aguantar a la familia que te ha tocado, aunque sea inaguantable. Porque es el único grupo de personas que te querrá aunque no te soporte. La comedia, agridulce en algunos puntos, es tan desternillante en otros que merece verse con una sonrisa permanente y una necesaria apertura de mente. Porque, como he dicho, la película que la mayoría veremos no es la que creemos que vamos a ver. Pero precisamente el cambio la hace diferente, más gamberra, optimista pero nada complaciente. Es, en el fondo, cine que nos hace sentir bien.