Crítica
Siempre Alice (2014), de Richard Glatzer y Wash Westmoreland
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Hay quien dice que la mirada vacía es un signo inequívoco de los enfermos de Alzheimer en su estado más avanzado. Esos ojos que parece que no transmiten nada, perdidos en el vacío. La mirada confusa de quien no sabe qué está pasando alrededor, ni tampoco en su propio interior, de quien (creemos) no reconoce su entorno. Sin embargo, más que una mirada vacía, o perdida, es una mirada solitaria, la del aventurero que se enfrenta a algo desconocido para el resto, algo en lo que nadie le puede acompañar.
Julianne Moore perfecciona esa mirada en escenas finales de Siempre Alice, un espejo del alma de quien es testigo de algo horroroso, terrorífico, inexplicable. Otro de los lugares comunes del Alzheimer es el que dice que el cuidador siempre lo pasa peor que el paciente, que éste “no se entera” de lo que ocurre. Siempre Alice, contada desde el punto de vista de la enferma, demuestra que enfrentarse a algo que te borra los recuerdos y la propia identidad no puede ser peor para quien solamente es testigo de ello.
Alice (Moore) es una lingüista, profesora de la Universidad de Columbia y doctora de reconocido prestigio, que comienza a tener fallos de memoria y confusiones tontas a sus cincuenta años. Aterrada por la posibilidad de tener un tumor, acude a un neurólogo que, tras muchas pruebas, le diagnostica Alzheimer precoz, una enfermedad que, al hacerse presente, limita su personalidad, la definición de quién es ella. Su marido, interpretado por Alec Baldwin, y sus hijos, a cargo de Kristen Stewart, Kate Bosworth y Hunter Parrish, serán su mayor punto de apoyo. Basado en la novela homónima de Lisa Genova, el filme está dirigido por Richard Glatzer (él mismo enfermo de ELA) y Wash Westmoreland.
En general, las películas sobre la pérdida de memoria, ya sea por Alzheimer u otra demencia, son un puñetazo en el estómago, historias tristes que celebran una vida cuando los recuerdos de ésta se van apagando. Pienso en obras como Iris, precioso biopic de la escritora Iris Murdoch y de su matrimonio con John Bayley, desde su noviazgo hasta su vejez, o Lejos de ella, ópera prima de Sarah Polley, basada en un relato corto de Alice Munro. Ambas cuentan historias desde la mirada del que se queda, el que observa el deterioro y guarda en sí las memorias que el enfermo pierde. Ambas, como Siempre Alice, celebran una vida que puede que se difumine pero que no ha sido en vano. De ahí la paradoja de su tristeza: tal vez es más triste cuanto mayor es el contraste entre la felicidad pasada y las dificultades que vienen, pero también ése es su mensaje “optimista”, que no importa cuánto ocurra, cuán mala vaya a ser la salida, porque ha sido una buena vida, y eso nadie lo puede quitar.
Sin embargo, Siempre Alice es además aterradora porque nos sitúa en el punto de vista de la paciente. Alice, hasta que las fuerzas le fallan, es proactiva y se hace cargo de su enfermedad. Como mujer de recursos, intenta agarrarse a la tecnología para mantenerse despierta, y busca salidas al posible futuro que le espera. La determinación que muestra en algunos momentos contrasta con su pérdida de la misma en otros, produciendo un retrato de desgarradora honestidad. El teléfono, su aliado más fiel, es signo de su bienestar, su forma de conectar consigo misma. Cuando el artilugio desaparece de escena, la dureza de la realidad entra en ella. Y Moore, que consigue mantener un brillo de consciencia en los momentos más confusos, va dejando que éste se apague lentamente hasta ser incapaz de recordar quién era.
El horror de la enfermedad, como ente, hace acto de presencia a la hora de demostrar lo vergonzoso que es sufrirla y lo solitaria que es. En un momento dado, Alice dice “Preferiría tener cáncer”, agarrándose a la creencia de que el estigma que esa enfermedad porta es uno muy diferente. En otro momento, la protagonista visita una residencia de enfermos -la mayoría, de la tercera edad-. Cuando le comentan que el local tiene política de visitas abiertas, quien sea puede venir cuando quiera a estar con su familiar y quedarse el tiempo que quiera, Alice observa que, sin embargo, no hay nadie ajeno al edificio en la sala de estar. La enfermera responde “La mayoría viene los domingos”, un devastador latigazo de realidad.
Muchas críticas hacen referencia a que es la actriz quien hace brillar la película, que sin ella no sería nada. Es una afirmación algo compleja y tramposa teniendo en cuenta, precisamente, que ella es la historia (es como decir que sin Benedict Cumberbatch, The Imitation Game no tendría nada que contar). Pero sí es cierto que brilla, y que Glatzer y Westmoreland mantienen a raya el sentimentalismo barato –que filmes como El diario de Noah dejan suelto sin pudor- y muestran las sutilezas de una enfermedad llena, paradójicamente, de soledad pero también de amor. El ver a sus familiares dar un paso hacia delante para enfrentarse a lo ocurrido, y también el miedo en sus rostros, deja ver que hay otros relatos que contar, y que sería curioso ver qué siente su marido cuando está solo, o qué sienten sus hijos al conocer que el diagnóstico puede ser genético. Son tramas que se podían haber desarrollado más, sin duda. Pero es loable la intención de sus directores de quedarse y ser testigos únicamente de Alice. Ella sola llena la pantalla de desgarradora honestidad.
Sensacional crítica, y perfectos los detalles de los momentos puntuales de la película en el que el bofetón de realidad se hace tangible. También es muy destacable el momento en que toman yogur helado y Alec Baldwin le pregunta si quiere estar allí, refiriéndose, no tanto a la heladería como a la vida misma.